Fui de los que creyó, entre tantos, que eso del posconflicto iba en serio; que sería el producto acabado del Acuerdo de Paz entre el Estado y las FARC-EP; la luz que daría con el principio del fin de ese terrible, oscuro, largo periodo de más de medio siglo, en el cual no ha habido un solo día de convivencia pacífica, sosiego y fraternidad entre los colombianos.
Desde luego, para el buen suceso de tan anhelado momento, era de dar por descontada la voluntad decidida y determinante de las partes que negociaron los acuerdos que lo harían posible. En primer lugar, el Estado en su condición de garante, de responsable de la sostenibilidad de los planes, proyectos y compromisos que demandaban de su permanente, obligatorio, apalancamiento en todos los aspectos.
Cuanto creíamos y esperábamos todos los colombianos se surtiría sin tropiezos, no obstante las dinámicas propias de este tipo de acuerdos, era que estaban dadas las condiciones de tiempo, modo y lugar, los cronogramas y medios institucionales, presupuestarios y jurídicos, para la puesta en marcha y ejecución que llevarían a buen término lo pactado y elevado al rango de derecho de los colombianos y deber del Estado…
Hasta alcanzamos a percibir en las primeras de cambio el escenario real de construcción de un nuevo país. De cuanto el Acuerdo dejó en nuestro imaginario, quizá por ello lo veíamos transitar, sin sobresaltos ni quiebres abruptos, los senderos del desarrollo territorial efectivo. De la inclusión social empezando a materializarse en la reducción de las enormes, lacerantes brechas de la desigualdad y la pobreza, que en nuestro país desborda todos los referentes con los cuales se compara y mide.
Un posconflicto que empezaría por reparar, reconstruir e indemnizar; por reconocer ese vasto país marginado, desplazado y despojado de sus derechos por distintos medios y actores; que deambula ultrajado en su dignidad por la incertidumbre, la desesperanza y el desamparo, en el que la indiferencia culposa del Estado lo ha sumido y sometido a padecer sin tregua, casi a perpetuidad, el rigor de la guerra a la sobrevivencia sin futuro.
¡Pero qué va!
Cuanto se avizoraba como la tregua que el Estado le debe a perpetuidad a esta Colombia excluida, dolorosamente llevada, casi que “guiada”, al abismo de la muerte social, no ha devenido en tal. Y sí, de manera exponencial, en tragedia colectiva, en frustración aplastante.
En la muerte material de quienes, como prólogo ominoso, ya padecen aquella.
A eso, al Acuerdo de Paz y a su construcción material, el postconflicto, era a cuanto aspirábamos quienes veíamos en la tregua de las armas pactada con la guerrilla, la más realista aproximación al combate solidario contra la desigualdad y la exclusión en todos los ámbitos de la sociedad colombiana. A las causas que han incubado, promovido, y causado de manera cada vez más creciente la catástrofe social, humana, económica, política, que a lo largo de más de cincuenta años ha traído impunemente.
Del posconflicto, lo único que se ha cumplido fue lo que no se acordó: “volver trizas el Acuerdo”.
Definitivamente, cuanto pareciera todo esto es que los colombianos no tuviéramos el derecho natural a soñar, a imaginar. A divagar por imaginarios distintos del siniestro de las violencias y la muerte. Del dolor y las desgarraduras, en sus más oprobiosas formas y expresiones…