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A dos años de su muerte.
Aunque jamás llegare el que viene al mundo a ver lo que ve, el caso es que siente latir el mar que lo circunda como un corazón de ceniza que resopla día y noche su rancia agua estancada, anegando con sus olores a yodo perpetuo el aire de las tres de la tarde de una bahía que, con el tiempo, comprobará poblada de cuanta especie registró Darwin en su bitácora por estos trópicos.
De animales marinos que se resisten a su extinción valiéndose de todas las mañas de la especie, de reptiles cubiertos de una costra de poder inmemorial que los hace invulnerables a los ciclos y leyes biológicas y humanas.
De los primeros pájaros llegados de la Iberia ultramarina, cuya cagada colonial sigue afrentando los altozanos de lo divino y de lo humano, los patios amurallados y de abolengos, el lomerío y los fangales que alguna vez fueron palenques y refugios.
Junto al mar, desde el mar, con el mar, entre el mar, las voces: múltiples, disfónicas, afónicas, asonantes; nunca uniformes, consonantes, inmóviles, mudas, inmutables, intransitivas, monótonas, insonoras, contando lo que ven, el color de lo que ven, el sabor de lo que ven, el olor de lo que ven; el ruido que hace lo que ven; como cae o se eleva lo que ven, su peso, gravedad y movimiento.
Un altillo, un mirador, uno disfrazado de caballero oteando en el horizonte sus pergaminos náufragos; extensiones de aguas podridas pudriéndose otra vez en la soledad de su pestilencia; el viento perdido en los patios de antiguas memorias encarando a los advenedizos y sus postizas cabelleras; los faroles de bombillas rojas alumbrándose a sí mismos en calles de artificios; un reloj atascado en el tiempo de una torre de otra edad; damas de alcurnia luciendo centelleantes joyas de latón y azófar.
Aquí, en este territorio de alquimias y mixturas raciales, fluyendo en todas las direcciones y vientos, reposando la canícula sempiterna de este tropel de piedras bajo una ceiba memoriosa traída en la sentina de los galeones movidos por sangre, todos cuentan lo que ven, los que tienen ojos para ver, oídos para ver, olfato para ver, boca para contar y cantar y llorar lo que ven.
Sí, ojos para ver, cantar y hacer morisquetas como aquel virtuoso del saxo, dicharachero, bacán y bonachón, que lleva el son golpeándose la cabeza con el instrumento en las noches de esplendor de Germania de la Concepción.
Total, uno viene al mundo, y el primero de los sucesivos mundos que pasa por sus ojos al abrirlos, es el de uno; ese que está en la luz que acaba de descubrirnos aun con los ojos cerrados y sin saber si alcanzará a tocarla, a beberla; a llenar con ella los vacíos de una vida sin pies todavía para echarse a andar.
En el instante, memoria entre la niebla vaporosa del Caribe, pasa con su menester de hombre Roberto Burgos Cantor, pasa sin forzar los ojos ni confundir con los recuerdos que a veces ve con lo que mira, pasa por el territorio que estaba aquí, en los sueños, en la vigilia, en las calles, en el puerto…
* Poeta.