Para comprobar que tanta fuerza de arrastre tiene, decides meterte a ese río del cual te han hablado y ponderado tanto, casi que impedido que te asomes a él, porque su fuerza es incontenible, devastadora, trágica, irresistible.
Pero tú eres atrevido y te metes, menos con la pretensión de desafiarlo, que con la decisión de probar de alguna forma convincente cuanto se predice y afirma del río.
Y también, de cuanto es susceptible de evidenciar directamente, aguas adentro: las turbulencias, remolinos, saltos y caídas, que en su decurso se dan.
Desde luego, es pertinente correr el riesgo de confirmar en todo o en parte o simplemente descartar, cuanto de lo presumido y predicado del río objeto de tu interés eres capaz de comprobar, poner en duda o ignorar.
Igual, puedes irte por el atajo. Todo depende del resultado que obtengas de la hipótesis que te hayas planteado, que en el caso del río sólido, profundo, torrentoso, incontenible en sus embates, del que te han prevenido queriendo significarte que es el río de los tiempos.
El más grande, ancho, caudaloso y limpio. Un río capaz de recibir y crear sus propios afluentes. Que no desemboca en mar alguno ni se evapora.
De los cercanos a ti, cuya mayor liquidez es proclamarse conocedores de las profundidades y limpideces del río en el que has decidido meterte, e incluso bañarte más de una vez y todas las veces que te ponderen sus aguas salvíficas, debes descartar todo asenso a tu parecer si va en la dirección de contrariar cuanto ellos celebran del río de los salmones azules.
Sin embargo, y a contrapelo de tal, cuanto te conviene no es precisamente mantenerte neutral, que es la excusa para mantenerse indefinido, gaseoso, en ningún estado, muy común estado de seguidores y promotores, multiplicadores mejor, de la abundancia de neologismos por los que fluye sin mayor fuerza la filosofía hoy.
Si de la filosofía se tratare, desde luego, esto de meterme en un río del cual me declaro escéptico acerca de la sobredimensión de su torrente.
Por lo demás, mis prevenciones son categóricamente personales, sólidamente subjetivas, ya que nos metimos en la semántica filosófica.
Pero es que eso de la “modernidad liquida” como contraposición de la “modernidad sólida”, da pie para que también se asuma determinado estadio de la sociedad humana, en cualquier periodo de su desarrollo, en estado gaseoso, indiferente, neutro, etéreo, volátil.
Y si nos atenemos a la historia, no se ve muy claro que la humanidad haya estado expuesta, en cualquiera de los estadios por los que ha transcurrido, a este tipo de desarrollos y dinámicas sociales y culturales.
Y sí, a las dialécticas de la materia, del ser, en su constante, perpetuo devenir.
De modo tal, que la movilidad ha sido la constante, el estado por excelencia de la sociedad, ahora y antes del terremoto de Lisboa, y de cuantos cataclismos la han asolado desde su constitución original.
Ora en estado sólido, líquido ya, gaseoso más allá, neutro lo menos, pero nunca lo puro absoluto del estado de la sociedad humana ha sido, si es que son estados y no estadios los que la caracterizan y tipifican, cuanto signa la sumatoria de sus contradicciones y síntesis.
De Bauman, estoy de acuerdo que se predique y prodigue a torrentes su condición de sociólogo. De sociólogo de la modernidad, de la fase superior del capitalismo, el mercado global, y hasta de las tendencias fluctuantes del amor y la familia y, por supuesto, de la tecnología, aplicada al comportamiento social, entre otras preferencias de su disciplina.
Pero como los hombres, dependiendo de su estado, producen, como las cosas, ruido al caer, Zygmunt Bauman, no podía ser la excepción: produjo, al morir, el estrépito de filósofo de la “modernidad liquida”.
Poeta
@CristogarciaTap
