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En los cien años de su natalicio.
Y nosotros, con su iluminante y potente luz, desde la perpetua luz de Cedrón, le respondemos: ¡Aquí estamos! Hurgando entre nuestras úlceras el dolor de los otros.
Respirando en nuestra larga siesta el sueño entrecortado de los otros. Lastimando su dolor con la quieta dolama de nuestra llaga piadosa.
Cada pregunta suya por nosotros, por nuestra mansedumbre, lleva la salmuera y el yodo que hacen arder el alma; la pavorosa certidumbre de una respuesta que siempre llega tarde. O se queda en las rendijas de una memoria cercada por el miedo.
Que pregunte por nosotros, eso está bien; que nos tenga en su inventario de cosas vivas; que no nos deje morir con la pena de apenas empezar a vivir. Que asome por las cocinas de nuestras casas y haga el diario inventario de nuestros cachivaches y los tire con furia de animal marino en el cementerio de las cosas inútiles, en desuso.
Que nos diga con su cara de santo de carne y hueso: ¡esto no sirve!, ¡esto ya se pudrió!, ¡esto huele a ruinas! ¡Esto cámbienlo, por favor!
Que no nos deje padecer la pudrición de Celia, que nos aparte cuanto antes de éste caldo frío, adormecido, que ya no nos alimenta ni sostiene, pero seguimos bebiendo con arrodillada sumisión; con irrefrenable y voraz apetito de huérfanos hambrientos.
Que nos grite con su voz de arcángel quemado por el sol de Tolú; que nos persiga con una vara de totumo soasado como un padre enojado porque el hijo no ha sido capaz de hacer bien la tarea; de cumplir con sus deberes de aprendiz del abecedario, de las tablas de sumar.
Que en cada amanecer inquiera por nosotros, averigüe por los trapos que llevamos encima, se preocupe por el agua que dejamos de beber, por la sal que no nos atrevemos a ponerle al café triste de cada día; que se desespere y nos pida cuenta por ese nuestro dormir sin ronquidos ni sueños.
Que pregunte por nosotros, Héctor Rojas Herazo, desde la luz humeante de los candiles de Cedrón, que nos busque hasta dar con nuestros huesos entumecidos de miedo; que se pare sobre los quicios de nuestras puertas falsas y nos haga señales para espantar este bostezo de mediodía que no nos deja balbucir otras palabras, trazar otros garabatos.
Que entre por los patios poblados de mangos y nísperos que huelen a alma y memoria; que beba con nuestras cucharas y se bañe con nuestras totumas y se restriegue con nuestros olvidos y consentidas desgracias. Que se monte en los caballitos de palo que dejamos amarrados al pie de los tamarindos de la infancia y los hurgue con su espuela por la ijada hasta hacernos saltar de sus ancas y se nos rompan los huesos con vísceras y todo.
Que venga con nosotros, aunque nos duela su látigo de penitente con punta de cilicio y derrame nuestra sangre de Jueves Santo su cuchillo iluminado; que venga para no padecer la oscura, solitaria muerte de la tiniebla.
Que nos despierte con su ronquido furioso de animal de mar, bastante ha sido nuestra quietud sin hacer ruido, larga nuestra pesadez sin levantarnos un instante para espantar las moscas que ponen sus huevos y excrementos sobre nosotros.
Desde su luz de barro y sudor, Rojas Herazo pregunta, indaga por nosotros, por nuestros huesos quebradizos, por nuestra resignada carne.
¡Que venga y nos encuentre otros! ¡Que no nos encuentre forasteros!
* Poeta.
@CristoGarciaTap
