Cuanto se hizo era lo que menos queríamos los colombianos que ocurriera.
Que la JEP, como vertebra irreemplazable del Acuerdo de Paz, se hiciera trizas con tal de llevarse por delante, del todo, y sin el menor recato, la Paz, de la cual aquella jurisdicción especial venía a ser su más expedita materialización.
No porque la moda sea echar a rodar una falsedad sin importar el precipicio al que vaya a dar la verdad que se busca destruir, convertir en falsa, ni tampoco porque todo lo que vaya a dar al hueco de los deshechos que se ha cavado para tal fin, sea falso, nocivo y contaminante y por tal, no quede otra vía para deshacerse de ese contenido que la de hacerlo trizas.
No.
Es porque una falsa verdad tiene siempre un destinatario, lleva un mensaje, tácito o expreso, político e ideológico, y cumple a cabalidad un objetivo en la dirección de uno y otro de estos aspectos, por lo cual es harto difícil que ya en ejecución pueda detenerse o desviar para atenuar su impacto y reducir los daños programados a causar, por lo general irreparables.
Además, nunca se concibe y ejecuta con motivación diferente de la de causar y generar rechazo de las formas y contenidos, por lo general políticos, jurídicos, doctrinarios, filosóficos que, unos y otros de aquellos, promueven y difunden.
Ora en la sociedad, el individuo, las organizaciones sociales, gremiales, etc., ya en las instituciones, partidos y movimientos políticos, no afectos a un sistema, Gobierno, Estado, modelo económico, cultura, etnia o credo religioso.
Quienes en su condición de poder dominante ejercen la dirección y mando de la nación, derivado en las democracias de procesos eleccionarios vía sufragio universal, el primer acto de poder que proclaman y ejercen es el de arrogarse la potestad de imponer, orientar, cooptar, subordinar y embocar el Estado, Gobierno, instituciones y nomenklatura en general, por los abrevaderos de sus preferencias ideológicas, políticas, partidistas y doctrinarias, contrariando la inane independencia y autonomía de los poderes públicos y de cualquier otro principio, constitucional o legal, que pueda estorbar y contrariar su cometido y consigna.
Que en el caso de Colombia y conforme la consigna del partido de Gobierno, el Centro Democrático, de “volver trizas ese maldito papel que llaman el acuerdo con las Farc”, acaba de consumarse y dar el toque luctuoso del fin de un sueño soñado por más de medio siglo: el de vivir en paz.
Que no fue con ni de las Farc dicho acuerdo, como ahora nos lo narran y hacen creer y sí de, con y para todos los colombianos de todas las clases, condición social y étnica, de nuevo devastados por la frustración de sentir, padecer y ver, contra su voluntad y siempre contra ellos, devolver la rueda de la historia por las sendas de las violencias de diversa naturaleza que los ha golpeado de continuo de generación en generación.
Porque matar tramposamente la JEP, que tal es cuánto ha ocurrido en el Congreso con la Ley Estatutaria, no viene a ser nada distinto que volver abrir los surcos del dolor de la repetición desde la Casa de Nariño.
De enterrar el Acuerdo de Paz, cuya fuerza de constitucionalidad, legalidad y legitimidad, es deber de Estado y de Gobierno.
Extirpar en el vientre el derecho de 2 mil militares y policías de todos los grados y niveles, de otro tanto de guerrilleros y el de las víctimas que se han acogido a un sistema integral y valido de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición que los reivindique ante la sociedad y sus compatriotas y, aunque no sean harina del mismo costal y resulte indignante, ante sus victimarios, es daño de lesa humanidad que se le causa a Colombia, a la Paz, la Justicia y la Democracia.
Y de desdoro a la imagen, buen nombre y credibilidad de Colombia ante la comunidad internacional.
* Poeta.
