El ruido y la furia

Daniel Emilio Rojas Castro
11 de abril de 2017 - 04:30 a. m.

Ningún gobierno de la historia reciente de Colombia tuvo tantos funcionarios investigados, condenados y prófugos de la justicia como el de Álvaro Uribe. 

Por eso me resulta difícil creer que la mayoría de los asistentes a la marcha del 1 de abril se congregaron para oponerse a la corrupción y criticar al mal gobierno.

¿Quién puede creer a estas alturas que la reelección presidencial del ahora senador se decidió a través de un proceso legislativo transparente? ¿O que las denuncias de la Procuraduría y los medios de comunicación contra Agro Ingreso Seguro son una persecución política, orquestada desde el Ejecutivo, para judicializar a un exministro y a un puñado de colaboradores de conducta intachable?

No hay una corrupción legítima y otra ilegítima. Toda corrupción es un delito, provenga de donde provenga, y no se puede esconder tras un patriotismo adoquinado con camisetas de la Selección Colombia y sombreros aguadeños. Tras el ruido de las arengas de “No más Santos”, o de “No más mermelada” o de “No más Farc” que se escucharon el sábado, los marchantes ocultaron la larga fila de delitos de corrupción que se cometieron en los dos gobiernos de Uribe y en la campaña presidencial de Oscar Iván Zuluaga.

Y con el ruido, desde luego, viene la furia, porque nada ni nadie puede contener la capacidad de movilización que producen el resentimiento y el odio en la sociedad colombiana. El juego está en que la “gente salga verraca” y permanezca verraca para que vea lo que quiere ver y escuche lo que quiere escuchar. La corrupción en el periodo de gobierno del presidente Santos no se debe ocultar y tiene que investigarse. Pero escoger episodios singulares de corrupción para impedir que se concretice la paz o se reconsidere la composición de la familia es algo diferente y carece de fundamento para exigir respeto por las normas y las instituciones. Estar o no estar de acuerdo con la implementación de los acuerdos de paz no puede ser la excusa para legitimar la corrupción de unos y denunciar la de los otros.

Si los asistentes a la marcha hubiesen salido a las calles para oponerse a los vicios clientelistas y a la institucionalidad etérea y vacua en la que hemos sido educados; si independientemente de su pertenencia política se hubiesen tomado el espacio público para oponerse a la apropiación indebida de las tierras o del erario por cualquiera de las élites regionales y nacionales del país; si hubiesen, en fin, exigido más eficacia de los entes de control para vigilar a los corruptos reconocería sin dilaciones la legitimidad del pronunciamiento del sábado. Pero no fue lo que sucedió. Y no sucedió porque quienes convocaron a la marcha y muchos de sus asistentes tienen rabo de paja.

No es coherente que en una marcha como esta, convocada, entre otras razones, para oponerse al narcotráfico, se acogiera como se acogió al máximo sicario de Pablo Escobar. Las imágenes hablan por sí mismas. Faltó que lo alzaran en hombros y le gritaran vivas. Resulta aún más vergonzoso que la reserva de la Policía no haya hecho nada para impedir que alias Popeye, el mismo que asesinó al coronel de la policía de Antioquia en 1989 y le declaró la guerra a los miembros de la institución, marchara a su lado.

No pongo en duda que haya personas de conducta irreprochable entre los miembros de la marcha y del Centro Democrático, pero si los hubo, tanto ruido y tanta furia terminaron por silenciarlos.

 

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