La revalorización de la democracia liberal y del reformismo democrático, y una redefinición del cambio social posible y deseable.
En cierta medida, que el pensamiento liberal haya perdido la batalla intelectual para moldear la cultura y las ideas políticas explica el triunfo de Petro. Pero gracias a su (especialmente incompetente o dañina) demostración de las ideas anti-liberales desde el poder, es posible que el liberalismo (no de partido) tenga una segunda oportunidad.
Como antecedente, en mi columna “El presidente como síntoma y abismo de la intelectualidad colombiana” (30/abril/2023), anotaba que “una amplia parte de esta se ha sentido identificada con Gustavo Petro y ha actuado políticamente en consecuencia” y que “un universo de ideas y sensibilidades que no están siendo sometidas a contrastación y debate donde se reproducen, circulan por todo el organismo social, con su ADN marxista y leninista de obligarnos a un mundo nuevo (e imposible)”.
En “PosPetro: necesidad de un orden sin fanatismo” (14/mayo/2023), señalaba la urgencia de “repensar el orden político, el orden público y el orden cultural para tramitar los cambios económicos y sociales”, con el fin de evitar pasar de la chambonería intelectual de la izquierda radical a una de ultraderecha.
Porque Petro está poniendo a prueba la “personalidad histórica del término medio” que captó de Colombia el gran Jaime Jaramillo Uribe (1915-2017), cuyos ensayos debemos volver a leer como antídoto contra los juicios sumarios de nuestra historia.
El pueblo colombiano nunca se enroló en la revolución armada (y por eso el Acuerdo con las Farc no fue el fin de una “guerra civil”, como dijeron en el exterior), y tampoco se muestra dispuesto a declararse en “asambleas de poder constituyente” para aplaudir como rebaño al caudillo. Tal vez sí somos un país de la moderación, como concluyó Jaramillo Uribe.
Y justo ahora estemos valorando las instituciones de la democracia liberal, con sus frenos y contrapesos, que nos protegen de estar a merced de un dictador in pectore. Esa es una primera consecuencia intelectual de Petro: la revalorización de la defensa de la democracia liberal.
Una defensa que incluya una apreciación moral de profundo calado en la interpretación histórica: no la “democracia burguesa”, cuyo derrocamiento creyeron justificaba matar personas y destruir bienes, sino la democracia, por la que muchos dieron la vida en funciones legítimas y legales, por lo que son héroes y mártires.
A Petro se le ha respondido “cambio sí, pero no así”, porque básicamente quiere un cambio decidido sin la democracia representativa (sometiendo o desconociendo al Congreso o comprándolo), un cambio estatizador (eliminando participación del sector privado y cerrando mercados), un cambio irresponsable fiscalmente (un gasto populista) y un cambio divisivo socialmente (reedición de la lucha de clases).
Así, una segunda consecuencia intelectual de Petro es la valorización del reformismo democrático y el enorme reto de definir un cambio social posible a través de él. El cambio maximalista y de espíritu socialista, el “qué”, con frecuencia es consustancial al “cómo” que nos tiene aburridos, perplejos y con sensación de desgobierno. “Ese cambio no, este, y así”: que nos sirva la mala experiencia para proponernos una buena respuesta en el plano de las ideas.