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Un ciudadano moderno, muchas, si son contextuales; no una que se vuelva política y subordine a las demás.
Como el título de esta columna evoca para muchos el cuento “¿Cuánta tierra necesita un hombre?”, del gran escritor ruso León Tolstói, intentaré valerme de la parábola del campesino que murió por querer abarcar mucha tierra a bajo precio y al final solo necesitó dos metros de tierra sobre su tumba.
“¿Cuántas identidades necesita un hombre?” es una pregunta que podemos responder mejor en perspectiva histórica. Con vista a una época pre-moderna, cuando la vida de una persona estaba definida por una adscripción, de nacimiento, nuestra respuesta sería que “necesita al menos otra identidad” para liberarlo de ser constreñido por una que no escogió.
Naturalmente, o mejor, de modo disruptivo, con la emancipación política moderna esa “otra identidad” (condición) fue la de ciudadano con igualdad ante la ley de una nación o patria. Luego vendrían las identidades de clase y de partido, que les creaban y coartaban espacios sociales a los ciudadanos.
Sin duda, era mejor ser ciudadano, pobre y liberal en 1863, por ejemplo, que miembro de una casta discriminada (negativamente) por ley en 1800 (antiguo régimen). El nacimiento también determinaba la condición de pobre y liberal o conservador, pero no la sujeción a la condición, que podía cambiarse sin trabas legales a lo largo de la vida.
La modernidad ha sido una invitación a ser individuos autónomos y libres, incluso frente a comunidades no elegidas pero amadas, como la familia o gremios de oficios. La decisión de con quién casarse y cuándo muestra bien la evolución cultural dentro de la propia modernidad, especialmente para las mujeres.
Así, la autonomía y la libertad son el terreno fértil para nuevas identidades en una familia o un individuo. De la identidad con sujeción a la tierra, la de campesino, en una o dos generaciones se pasa a otras dadas por el trabajo moderno, como las de maestro o secretaria o abogado. A medida que se amplían la libertad económica y la libertad cultural, habrá más identidades.
Entonces, ¿cuántas identidades necesita un hombre moderno? A diferencia del campesino Pahom en el magistral cuento de Tolstói, no morirá si busca muchas, con la condición de que sean “contextuales” y no “esenciales”.
Si está en un aeropuerto internacional, tal vez prime la identidad de colombiano, así sea muy cosmopolita. Si está en un estadio, se expresará con la identidad de su equipo favorito. Si está en una reunión de trabajo, con la de su profesión. Si en una tertulia política, con la de su partido o su ideología. Si en una parranda, con la de su género musical. Y así. Contextuales y muchas. Entre más cultivo de preferencias, más “identidades”.
El problema aparece cuando una identidad se vuelve esencial o esencialista y subordina a las otras o incluso elimina algunas. Es decir, cuando se vuelve existencial o política y determina el ser de las personas en sus distintas facetas o expresiones. En ese momento, el hombre estaría diciendo “solo necesito una identidad”, y no precisamente aquella que no tiene discusión y es el fundamento de nuestra precaria civilización: la de ser humano.
Y ese problema empeora o se retroalimenta cuando se conceden privilegios a esa identidad esencialista, existencial o política, sin percatarse de las consecuencias no deseadas para los propios portadores de la adscripción rediviva y para la sociedad en general.
Como Pahom, que con 1.000 rubros quiso demarcar a pie demasiada tierra en un día, pero tenía que volver al punto de partida al anochecer y no alcanzó, porque no advirtió que se estaba matando a sí mismo en lo que era una aparente ganancia.
