Un cambio que se necesita en la cultura política es sospechar de quienes abusan de la figura del “pueblo” en el discurso. O son hipócritas o son fanáticos. En cualquier caso, son nocivos para la cultura liberal-democrática que facilita tener un sistema político funcional para el desarrollo económico y social (de mercado).
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La tradición populista colombiana tiene más influencia de lo que parece. Ahora mismo lidiamos con un presidente que vibra con la famosa frase de Jorge Eliécer Gaitán “Yo no soy un hombre, soy un pueblo”. Y como el pueblo es soberano, el Congreso debería limitarse a aprobar la voluntad del presidente. El “presidente soberano” ordena por la red social X y quisiera sacar a las calles a “su” pueblo si los otros poderes públicos no están de acuerdo con él.
Claramente, se sentiría más cómodo de dictador. Y ya hemos visto lo que ocasiona un presidente con ínfulas de soberano en distintos ámbitos. El problema es que parece que un 30 % de los colombianos lo apoya. En términos de cultura política es un porcentaje alto. 20 % sería menos preocupante.
La otra frase populista que resuena en la actualidad es el contrasentido de “El pueblo es superior a sus dirigentes”. Con hipocresía, el “presidente soberano” in péctore dice que el pueblo lo manda, cuando él cree que es la voz del pueblo y el pueblo mismo. Estos delirios, además de volver difícil una conversación razonable con los frenos y contrapesos de la democracia liberal, impiden reconocer los defectos del pueblo o la verdad que hay en el dicho “cada pueblo tiene el gobierno que se merece”.
Los ciudadanos que venden el voto, a sabiendas de que quien lo compra recuperará el dinero robando al erario, se merecen gobiernos corruptos. Si el pueblo fuera “superior a sus dirigentes” no vendería el voto. Es elemental que al vender el voto está entrando en un negocio en el que descarga de compromiso al político y le da razones para ser corrupto.
Los ciudadanos que esperan que los alcaldes contraten artistas musicales con honorarios cuantiosos para dar conciertos gratis en las fiestas patronales, y si no lo hacen, entran en descontento con el mandatario, se merecen que esos dineros no vayan a inversiones sociales productivas. Si el pueblo fuera “superior a sus dirigentes” no pediría ese uso de recursos públicos o no toleraría el exceso de gastos en las fiestas municipales.
Les corresponde a los dirigentes elevar al “pueblo”, educarlo, crearle conciencia cívica y, sobre todo, no deificarlo, divinizarlo, no creer que el pueblo es un ente monolítico, cuando en realidad es el conjunto de múltiples capas y grupos con pensamientos e intereses distintos, para cuya formación y expresión del poder político se usan mecanismos democráticos recurrentes, porque el pueblo se puede equivocar en una “unción”.