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Con la UNAL llegamos a un punto de inflexión de una problemática que hemos ignorado.
Se pensó que tras el Acuerdo con las Farc (2016) habría una “desradicalización en cascada” ante la renuncia a la violencia con fines políticos por parte de la “organización revolucionaria” más grande. No ocurrió así. Ni en las universidades, donde siguen los enfrentamientos con explosivos contra la Policía, ni en las manifestaciones de protesta social, como vimos en 2019 y 2021.
La lección es que esos fenómenos de ajuste de la cultura política en ciertos entornos no ocurren de modo natural. Hay que propiciarlos o tendremos más décadas de influencia indebida del pensamiento que lleva al, o justifica, el uso de la fuerza y la violencia en la vida en democracia. A eso llamaremos radicalismo, que incluye el rechazo de los canales institucionales.
Pero, ¿alguien cree que se puede inducir un proceso de desradicalización en las universidades estatales? Claramente, el profesor Carlo Tognato, con esta premisa: “el Estado tiene que poder establecer hegemonías culturales en contra de cualquier forma de violencia política”. Y el primer lugar para lograrlo es la educación, no solamente la educación superior.
Obviamente, ese proceso no comenzará en este periodo. Tenemos un nuevo rector de la Universidad Nacional de Colombia que cabalga sobre una iniciativa de “constituyente universitaria”, tal vez para redactar en asambleas tri-estamentarias el estatuto que derogará el Decreto-Ley 1210 de 1993 ante un Congreso de la República atemorizado por manifestantes en la Plaza de Bolívar.
O, por ejemplo, la Universidad de Antioquia: hace lustros sin representante estudiantil en el Consejo Superior porque los grupos radicales “no dejan” hacer la elección. Allí la “hegemonía cultural” naturalizó la violencia estudiantil, como en otras universidades regionales, y peor, también la ausencia impuesta de representación democrática de los estudiantes. ¿Qué podría salir mal?
Salen muchas cosas mal para el rol de la educación terciaria en el desarrollo económico y social, para la formación del liderazgo que el país necesita, para la construcción de la democracia representativa y participativa, y para las familias y los propios estudiantes. Los costos del radicalismo han sido históricamente tan altos en vidas, bienes, recursos y progreso, que no deberíamos seguir ignorando sus fuentes y su reproducción.
El momento más desafortunado de la historia contemporánea de la UNAL debería bastarnos para tomarnos en serio el problema: necesitamos a las instituciones de educación superior estatales para el proyecto nacional, pero no así. Con fuerte politización, ideologización, o clientelización, cooptación por intereses gremiales, ensimismadas, reacias a la innovación y a la auto-crítica.
Este gobierno nos dejará la exacerbación de la politización y la ideologización universitaria, un punto de inflexión. Y habrá que asumir lo que señala Tognato: “la defensa del orden democrático implica necesariamente una batalla cultural a favor del pluralismo y en contra de la violencia política”, comenzando en las universidades.
La cuestión es si somos capaces de dar una batalla de este tipo durante una década para mejorar cinco décadas.
