Un artículo del proyecto del Gobierno de reforma a la Ley 30 de 1992 propone darle al presidente de la República “facultades extraordinarias por seis meses para expedir, por medio de decretos con fuerza de ley, la regulación de las instituciones de educación superior de pueblos y comunidades indígenas, ROM, negras, afrocolombianas, raizales y palenqueras”.
El artículo se refiere a la regulación en lo relativo a “la naturaleza jurídica; los requisitos de creación; la organización, dirección, órganos, designación de directivas y funciones; la integración al sistema educativo, al Sistema de Universidades del Estado y demás órganos y entidades relacionados con la educación superior; personal docente y administrativo; régimen financiero; régimen de contratación; bienestar universitario; inspección y vigilancia”.
Las señales indican que están pensando crear universidades “étnicas”. El referente de esta idea podría estar en las “escuelas y universidades históricamente negras (HBCU en inglés)” de Estados Unidos, surgidas en el sur durante la segregación racial. Allá existen alrededor de 100 HBCU, incluyendo privadas, unas 20 menos que en 1930, y no parece que la corriente sea crear más.
Si en Colombia no hubo segregación después de la abolición del régimen español de castas con el advenimiento de la república de iguales ante la ley (y, por tanto, no hubo necesidad de “universidades negras”), ¿por qué tendríamos que copiar esa idea de un pasado que no es nuestro? Tal vez porque no apreciamos lo suficiente la ausencia de segregación o apartheid y sabemos más de Malcolm X que de Luis Antonio Robles.
Una versión moderada de esto es la alianza que está promoviendo el embajador Luis Gilberto Murillo entre universidades colombianas que atienden población afrocolombiana por su ubicación, con el fin de buscar cooperación con “escuelas y universidades históricamente negras” de Estados Unidos. Sin embargo, la inspiración del Ministerio de Educación puede ser otra: cultural, propiamente “étnica”, no occidental, como las universidades indígenas que han comenzado.
¿Quiénes irían a estudiar a esas universidades “afros” que crearía el Gobierno y qué aprenderían allí que no pueden aprender en el resto de las universidades? A pesar de todo, sería sorprendente que estén pensando que la matrícula sea mayoritariamente afrocolombiana, compitiendo por los estudiantes con la Universidad Tecnológica del Chocó o la Universidad del Pacífico en Buenaventura, por ejemplo. Estaríamos haciendo aquí por gusto (o ideología) lo que hicieron en Estados Unidos por necesidad durante la segregación, autoimpuesta en este caso.
Mientras crece la conciencia de una mayor inclusión de estudiantes negros en muchas universidades, estatales y privadas, el Gobierno es capaz de estar imaginando que los puede concentrar en unas pocas instituciones.
Pero la clave está en cuáles carreras ofrecerían “las universidades negras, afrocolombianas, raizales y palenqueras” y qué conocimiento diferente (al moderno y occidental) se impartiría allí. Es posible que crean que la sabiduría ancestral negra alcanza para sostener la especificidad étnica de una institución de educación superior. Tal vez no sea así. Pero eso no importa ya en el proyecto político de la invención étnica de los afrocolombianos.
Y si convierten en universidades étnicas a la Universidad Tecnológica del Chocó y a la del Pacífico, ¿cómo se justifica que cambien las reglas bajo las cuales han venido operando y que pasen a ser distintas?