Álvaro Correa vende cervezas en las playas de Santa Marta, cerca del aeropuerto. Al ojo, el señor debe estar por los 55 años. Va poniendo su blanca nevera de icopor junto a las pieles progresivamente rojas de los turistas del interior para ofrecer bebidas heladas. Seguramente ante los constantes desplantes de personas cansadas de los vendedores, Álvaro decidió escribir un mensaje sobre el costado de su nevera: “La indiferencia mata. La desigualdad es prácticamente normal… pero aun asi el rico de cuna toca puertas para vender las producciones de sus empresas. No seamos indiferentes. Alvaro Correa” (sic). La letra es desigual y faltan algunas tildes, pero el mensaje es poderoso.
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Sobre todo, porque es un mensaje de un vendedor aparentemente ausente de un propósito comercial. No es un ruego para que le compren. No es un eslogan sobre su producto. Suena, ante todo, a un clamor por un trato digno, por una respuesta a la pregunta: ¿cerveza fría?, sea cual sea esa respuesta. Imaginará Álvaro que los turistas echados al sol, los dueños de los apartamentos de verano que miran sobre la playa y las camionetas con las que llegaron desde otras ciudades, son empresarios “de cuna” que necesitan un recordatorio de que Álvaro Correa es también una persona que está vendiendo cerveza para ganarse la vida. Que es, más allá de las desigualdades, un igual.
No hay nada que lo acerque a uno más a la desigualdad en Colombia que un viaje por carretera. Los datos ayudan, pero al final dejan por fuera mucho. Según el DANE, el índice Gini —que mide la distribución de ingresos en una escala entre uno y cero, donde uno es más desigual y cero menos desigual— pone a Colombia en el 2019 en 0,526. No es el nivel más alto de América Latina, ni del mundo, pero es de los más altos. Sobre todo, no es una mejora sustancial con el pasado. En el 2012 el Gini estaba en 0,539, un progreso centesimal y muy frágil. Desde el 2017 viene subiendo de nuevo, luego de varios años de descenso. Álvaro Correa lo pone mejor: “La desigualdad es prácticamente normal” en Colombia.
Antes de llegar a Santa Marta pasé por los nuevos puentes que conectan a Mompox y Magangué. Una travesía que hace unos 20 años, cuando la hice siendo niño, requería subir el carro a un planchón hecho de tablas y barriles, al que le decían ferry, para cruzar el gran río Magdalena. Dos décadas después hay dos puentes, uno de casi tres kilómetros. En total, una inversión de cerca de $300.000 millones. En términos de infraestructura es un avance más que centesimal.
Pero igual que hace dos décadas, cuando uno va por el pedazo malo de la carretera entre Tamalameque y El Banco, en la frontera entre Bolívar y Magdalena, aparecieron en el camino al menos tres peajes de niños famélicos, en solo pantaloneta, que lanzan una cuerda con trapos amarrados para parar el carro y pedir monedas por tapar huecos. Abrir la ventana no solo deja entrar el sopor de ese bajo Magdalena al ambiente acondicionado de una camioneta de $100 millones, deja entrar ese Gini de 0,526; deja entrar las miradas curiosas de esos niños, medio maravillados por el aire frío que sale, por los botones del carro y por la perspectiva de unas monedas. “Somos pobres, señor”, me dijo uno de no más de ocho años con los dientes ya dañados. Al ritmo que avanza el progreso social en Colombia, en diez años ese niño seguramente será padre y sus hijos estarán haciendo lo mismo. Ante esta perspectiva hasta yo estaría tentado a probar saltos revolucionarios y propuestas de cambio arriesgadas e inciertas. ¿Qué puede perder la mayoría cuando la desigualdad se vuelve “prácticamente normal”?