Lo mejor de Colombia son sus mujeres. La frase es ya un cliché patriótico. Sofía Vergara, Shakira, Paulina Vega…
Un amigo de Oriente Medio, exmilitar que trabaja ahora con el gobierno de EE.UU., me dice emocionado que va a Colombia, tiene tiquetes para Cartagena, y pregunta, “¿tú sabes dónde conseguir chicas?”. Conseguir, get, fue el verbo que usó en inglés.
La parranda de los agentes del Servicio Secreto está fresca en la memoria colectiva de EE.UU. acerca de Colombia. Aparte del fútbol, es sin duda la noticia de mayor resonancia sobre el país en medios internacionales desde el ascenso y la caída de Pablo Escobar y su emporio de la cocaína. Uribe, el proceso de paz con las Farc, Santos, el “milagro” colombiano, todos palidecen frente a la exposición en medios que tuvo el ciudadano estadounidense común y corriente al vergonzoso incidente de la guardia del presidente Obama en líos por no haberle pagado a una prostituta en Cartagena.
En ese momento, pensando en cómo responderle a mi amigo, no parecía tan mala idea que Dania Londoño reemplazara a Pablo Escobar. No tengo una objeción moral hacia la prostitución, ni contra quien ofrece el servicio, ni contra quien lo busca. Y, a diferencia del narcotráfico, la prostitución ofrece una trasferencia de dólares más democrática y menos sangrienta, pensaba.
Le hablé de las agencias que ofrecen la compañía de prostitutas para gringos que cualquiera puede buscar en internet, y le recomendé andarse con cuidado, antes de desearle un buen viaje a disfrutar lo mejor de Colombia.
Desde entonces, la administración de inmigración y aduanas de EE.UU. desmanteló una red de prostitución infantil con más de 50 involucrados en ese país. Ese mismo organismo informó que Colombia es uno de los destinos más populares para condenados por abuso sexual a menores, y un informe del Departamento de Justicia reveló que por años los agentes de la DEA en Colombia eran (¿son?) agasajados con prostitutas por los “narcos” y la policía colombiana. Lo del servicio secreto fue la excepción, si no la regla. Buenas, bonitas y baratas, literalmente.
El ser percibido como un país más seguro, al que se puede viajar, y de mujeres bonitas, según los estándares de Donald Trump y los agentes gringos, ha abierto una industria boyante de turismo sexual en ciudades como Cartagena, Medellín y Cali. Aunque hiere un poco el orgullo machista, que quiere proteger a sus mujeres, la idea de ser destino de esta industria no es de entrada negativa.
Pero Colombia se está convirtiendo en el burdel sin ley de Suramérica, donde los deseos sexuales sin límites de extranjeros con algo de dinero se cumplen fácilmente. La mala regulación convive con nuestro enaltecimiento de la belleza femenina y nuestra indignación de ser calificados de destino de turismo sexual. Esa actitud hipócrita contribuye a la explotación de miles de niñas y mujeres, sobre todo las más pobres.
Si Colombia va camino a ser la Tailandia de Suramérica debería asumirlo sin pudor y tomar cartas para fortalecer el control a la prostitución con leyes más claras y recursos para regularla. Si no, debería enorgullecerse de sus mujeres por algo distinto a que sean bonitas.