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¿HAY ALGUNA RELACIÓN ENTRE EL erotismo de los colombianos y nuestra obsesión con la muerte? Me gustaría pensar que sí.
Por ejemplo, debe haber alguna conexión entre asistir al espectáculo del Mono Jojoy, con crispetas en la mano mientras sacan su cadáver hinchado y lo exhiben en una bandeja sanguinolenta, y luego zambullirnos en las vidas sexuales más satisfactorias de Latinoamérica —según revela una encuesta reciente—.
Entendí lo de la obsesión con la muerte a través de las miradas aterradas de amigos de otros países cuando, con un grupo de colombianos, les dijimos que salíamos a celebrar “lo del Mono Jojoy”. “Qué del Mono Jojoy”, preguntaron. “Pues que lo mataron”, respondí. Abrieron tanto los ojos que, con un poco de vergüenza, traté de reformular la invitación: “Salgamos a celebrar el éxito del Estado colombiano”. Pero no engañaba a nadie.
Lo que Colombia celebró fue una muerte. De ahí la necesidad de ver el cadáver, de confirmar, con un trago en la mano y música de fondo, que otro nefasto personaje ya no caminaba entre nosotros.
¿Cómo saltamos de esa imagen mortecina al erotismo de la fiesta? Al menos dos respuestas han sido discutidas en los últimos días. Una es la que juzga esta transición con la tristeza de un médico sociológico diagnosticando una “sociedad enferma”. Parte de asumir que cualquier emoción positiva derivada de la muerte sólo puede pertenecer a un grupo de bárbaros cortos de civilización, y por eso juzga más de lo que explica.
La segunda respuesta, que sí explica pero no convence, es la del pan y circo para el pueblo. Dice, más o menos, que nos alegramos de la muerte de los “monstruos” porque las élites nos han engañado a reducir todos los problemas del país a un par de manzanas podridas. Al caer las manzanas crece la ilusión de que todo se está solucionando y la gente se lanza en falsas parrandas. Pero, en realidad son las condiciones objetivas de desigualdad e injusticia, creadas por la élite, lo que causa todos los problemas, y la parranda no hace más que perpetuarlos. Lo malo de esta posición, además de ser aguafiestas, es que es que es irrefutable: si uno no está de acuerdo se convierte en idiota útil amante del circo y el pan.
Me gustaría que surgieran en Colombia otras forma de entender la relación entre la muerte y el erotismo, entre la violencia y la felicidad, entre la destrucción del cuerpo y la sensualidad del baile. Porque para un pueblo tan libidinoso es lamentable tener que escoger entre el barbarismo o la lucha de clases para explicar ese fuego interno.
Es más, creo que necesitamos esa narrativa alternativa para acercarnos más a la paz. Aunque estadísticamente somos cada vez menos violentos, la relación de los colombianos con la muerte parece que continuará siendo un ritual patrio muy cotidiano. Seguir asistiendo a él entre frustraciones y lamentos implica una autoflagelación contraria al gusto que sentimos con nuestro propio cuerpo —el más alto en Latinoamérica, según la encuesta—.
