La reforma a la política más importante en Colombia en más de una década, la llamada “reforma de equilibrio de poderes” que eliminó la reelección presidencial en el 2015, está a punto de ser estrenada sin que el país político le haya dado mucha importancia. En un país presidencialista, el fin de la reelección tendrá impactos más profundos en la política que las reformas hoy en boca de muchos; por ejemplo, la que permitirá la participación de la FARC en el Congreso.
Volver a la mentalidad de periodos presidenciales de cuatro años supone una mirada distinta a los proyectos abarcadores de cambio que están presentando todos los candidatos presidenciales. Es difícil imaginar, por ejemplo, que Álvaro Uribe —el autor en Colombia del deseo de la reelección indefinida en el 2010, y el artífice de la reelección por un periodo en el 2004— hubiera podido empollar sus tres huevitos durante solo cuatro años, o que Juan Manuel Santos hubiera podido negociar con las Farc en menos de ocho.
Para quienes hemos madurado políticamente en los últimos 16 años, el periodo de cuatro años parece ínfimo. Especialmente con la agenda de reformas tan pesada que propone la mayoría de candidatos, una especie de menú obligado por la indignación ciudadana con demasiados platos y tiempo insuficiente para cocinarlos, servirlos y degustarlos. Sobre todo porque este menú incluye una porción importante de dispendioso deshuese constitucional: la reforma a la justicia, la reforma pensional y la reforma política, y en el caso de los uribistas, las contrarreformas a las modificaciones constitucionales producto del Acuerdo de Paz logradas vía fast track. Ni en ocho años lograron tanto Uribe o Santos, ni con la Unidad Nacional, ni con el Estado de Opinión. Y eso que no hemos llegado al otro paquete de reformas no constitucionales consideradas imprescindibles pero de mucho desgaste, como la reforma tributaria o la reforma a las regalías.
Todo esto tendrá que hacerlo el nuevo presidente con entes de control y una Corte Constitucional santista, si es que eso sigue existiendo luego de que se vaya Juan Manuel. Todo esto tendrá que hacerlo con un Congreso que desafortunadamente, por lo que se ve hasta ahora, seguirá estando compuesto por una mayoría de voracidad burocrática similar a la que ha gobernado durante los últimos 16 años, y de voracidad duplicada si se tiene en cuenta que desaparece la promesa de un proyecto presidencial de dos periodos, con las ayudas ya probadas que puede dar el presidente-candidato a sus fieles legisladores.
Cuando este golpe de realidad eventualmente pegue en el debate político, será interesante ver si los candidatos están comprometidos con mantener la prohibición a la reelección, o si Colombia regresará al debate reeleccionista 3.0, y haya que añadir este hueso duro de roer al menú de reformas constitucionales propuestas (¿o a un sancocho constituyente?). Ojalá que no.
Porque la otra opción, el camino más difícil, sería que lo que ahora va a parecer una fugacidad presidencialista se convierta en un fortalecimiento obligado de los partidos políticos. De organizaciones que puedan proponerle al país visiones de largo plazo, reelecciones de ideas y de proyectos, más que de personas.