¿Existe una red de modestos servidores públicos que controlan el poder real en contra de la voluntad popular? Nada ha comprobado algo así en democracias funcionales, pero en la última década líderes radicales han masificado la idea de que esa conspiranoia sí existe. Le llaman “Estado profundo” y ya están echando ese cuento en Colombia. Yo no termino de entender cómo pretenderían afrontarlo quienes creen en eso; ¿acaso quieren enfrentarse con armas a los burócratas? Los libros de historia registrarían eso como la Guerra de los mil a mil quinientos días hábiles.
La semana pasada, por ejemplo, Tomás Uribe dijo que la condena a doce años de prisión domiciliaria de su papá, Álvaro Uribe Vélez, fue producto de la presión del Estado profundo colombiano. Curiosamente, el presidente Petro, respaldado por aliados como Alfredo Saade, ha mencionado algo similar al señalar que sus reformas no avanzan por un “enemigo interno” conformado por los empleados públicos que no las adoptan. Me pregunto si los poderosos, que creen en el Estado profundo, temen una revolución de simples empleados estatales a punta de cocas del almuerzo molotov, una revuelta que llegaría a tomarse la Casa de Nariño para terminar calentado solio de Bolívar de 8:00 a. m. a 5:30 p. m.
El Estado profundo es un concepto viejo que nació de las especulaciones conspirativas de la Guerra Fría, se reforzó durante la llamada guerra contra el terrorismo en los años dos mil y hoy se ha popularizado porque autoritarismos, principalmente de derecha, lo usan como excusa para reemplazar a funcionarios con experiencia por sus fieles fanáticos. ¿Quién sería entonces el malévolo líder del Estado profundo? ¿Acaso un oficinista promedio que, desde la penumbra de algún despacho público y con voz de Darth Vader, dice “después de derrocar al gobierno vamos a comernos un heladito aprovechando que es juernes y estamos quinceneados”?
Vivimos épocas en las que es necesario explicar que el Estado de Derecho está diseñado para ser plural, que en lugar de una conspiración hay garantías estructurales para no depender exclusivamente de un caudillo. Además, muchísimas de las personas que conforman el servicio público siempre buscan hacer bien su trabajo, pero enfrentan contradicciones humanas como cualquiera. Ni siquiera tendrían éxito reclutando adeptos porque enviarían, en chats secretos, un enlace de inscripción que sólo funcionaría si se abre en Internet Explorer.
La burocracia excesiva debe ser criticada por su opacidad en muchos casos y su rigidez para atender necesidades ciudadanas. He llegado a maldecir ventanillas vacías, sellos inútiles e información oficial incompleta, pero aplaudo que quienes hacen bien su trabajo en el servicio público sean una piedra en zapato para los poderosos que quieren romper el Estado de Derecho. Nos quieren enfrentar con burócratas del común en una guerra inventada que, además, en caso de ocurrir, no llegaría a un acuerdo de paz porque al comandante del bando contrario se le olvidaría el único requisito que le pusieron para firmarlo: una fotocopia de su cédula ampliada al 150 %.