La meritocracia no ha cumplido con la promesa de reservarle los altos cargos del Gobierno a las personas mejor preparadas. No obstante, esa no es justificación para normalizar la lealtad como único mérito para llenar esas vacantes. Vivimos épocas en las que varios gobernantes del mundo, muchos hombres y autoritarios, buscan excusas retóricas para rodearse únicamente de gente que les haga caso y ese es un grave riesgo para la democracia. Veamos, ¿cuántos puntos se necesitan para ganarse un alto cargo en un gobierno autoritario de moda? Sólo uno: el punto final que va luego de “sí, señor”.
La promesa era que las y los mejores llegarían donde quisieran si se esforzaban lo suficiente, pero no nos aclararon que el punto de partida era muy distinto para todo el mundo. La manera de darle contenido a consignas vacías sobre igualdad de oportunidades es fortalecer los procedimientos de selección públicos con enfoques favorables a poblaciones históricamente discriminadas, pero no desaparecer tales mecanismos en nombre de una mayoría política. Y dejo claro algo que no dudo: muchas veces la meritocracia ha sido una revisión de títulos académicos, de manera específica, si el diploma tiene algún apellido que coincida con los de los amigos del presidente de turno.
Eso significa que el Estado tiene que garantizar que, incluso, como dijo el presidente colombiano, hasta los hijos de obreros puedan llegar a ser embajadores, si así lo desean. Sin embargo, el camino para ello no es bajar los estándares de la carrera diplomática sino promover a personas que han obtenido movilidad social y posgrados gracias a la universidad pública, entre otras. Por ejemplo, como Gustavo Bolívar que, como dice la canción de Tony Dize, tiene un gran conocimiento, mucho más que eso un doctorado, el corazón graduado en sentimiento por el presidente Petro.
Michael Sandel, autor de un libro titulado La tiranía del mérito, explica que la idea de meritocracia que nos hicimos en la sociedad es profundamente injusta. La percepción que tenemos es que el éxito es producto del talento y de un esfuerzo individual denodado, pero no es así porque aún hay privilegios que pesan mucho. Ello ha generado que quienes no logran alcanzar sus metas sientan el fracaso como culpa propia y, por esa vía, prefieren distanciarse de la sociedad y con ello crean fragmentaciones útiles al radicalismo. Atender esa inconformidad con premios políticos es castigar a una generación que pagaba las fotocopias con lo que ahorraba subiéndose a los buses por detrás.
Persistir en reivindicar el mérito, de la manera adecuada, no significa negar la desigualdad. Más bien, es resistirse a que el Estado de Derecho esté condenado a ser una máquina de favores que da como resultado a Alfredo Saade en la jefatura de Gabinete de Palacio. Los autoritarios se rodean de incompetentes fieles y lo justifican con alguna bandera justiciera para emocionar a la galería. Exijamos que los funcionarios cumplan requisitos básicos como haber visto matemáticas en la primaria, pues hoy están al mando varios que no entienden cómo funciona la suma, la multiplicación ni la división de poderes.