Qué preocupante lo que se está cocinando a fuego lento en Colombia, desde hace rato ya. Es muy lamentable oír, no solamente por lo pobre del debate sino por lo peligroso, las discusiones que se están dando alrededor de si “salvar” o no a empresas y bancos, todo a raíz de que Avianca solicitó al Gobierno nacional la posibilidad de estructurar una operación que le permita sobrevivir, de lejos, la peor crisis de su historia.
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Esto no se trata de #SalvarALosRicos, como un deplorable debate en Semana TV lo puso en días pasados. Esto se trata de salvar a las empresas, que tienen una función que va mucho más allá de generar ganancias, de manera absolutamente legal y legítima, a sus accionistas.
La función de las empresas en la sociedad es de una enorme magnitud, así sus asiduos críticos no lo quieran ver o aceptar. La mayor generación de empleo formal en el país es, por mucho, aportada por las empresas. La mayor inversión de capital es, por mucho, la realizada por las empresas. Prestan múltiples servicios y producen infinidad de bienes que toda la población necesita para vivir. Y no solamente empresas grandes, también las medianas, las pequeñas y las microempresas. Sin ellas, mejor dicho, no hay cómo construir país.
Desconocer o deslegitimar la posibilidad de una empresa de generar ganancias a sus accionistas es poner en riesgo la estantería misma del modelo económico adoptado por Colombia hace ya mucho tiempo. Los accionistas de una empresa, un banco o una aerolínea reciben retornos de sus inversiones porque se atrevieron a correr riesgos que deben ser remunerados. De lo contrario no se invertiría, no se construiría, no se prestaría ningún servicio por parte de empresas privadas.
Por todo lo anterior es importante, de una vez por todas, que entendamos que el Estado por sí solo no es capaz de generar el mayor bienestar y la mayor prosperidad posible a sus ciudadanos. No es sino mirar a Venezuela —o tantos otros ejemplos en la historia— para darse cuenta de eso. Y pensar que en Colombia hay quienes todavía creen que este modelo es viable.
Discusión distinta es la de la desigualdad. Pero esta no se puede mezclar con la facilista y profundamente peligrosa confusión entre “los ricos” y “las empresas”. Aquí sí es fundamental el Estado, que a través de políticas tributarias y funciones redistributivas puede aliviar el tema. Pero para ello, nuevamente, se necesitan empresas vigorosas y fuertes, que en últimas son una de las principales fuentes de los tributos que recibe la nación. Sin empresas, no hay empleos. Y sin empleos ni utilidades, no hay impuestos. Y sin impuestos, el deseo de reducir la desigualdad no será una realidad nunca.
Hay casos lamentables de política pública que favorecen a los ricos, sin duda. Esos hay que revisarlos y corregirlos donde sea necesario. Hay tristes ejemplos en materia de diseño de subsidios y gabelas tributarias, por ejemplo, que bien haríamos en eliminar. El subsidio a las megapensiones es tal vez el más llamativo y preocupante.
El aparato productivo de un país, representado en sus empresas, hay que defenderlo y promoverlo. Así como redistribuir el ingreso y crear las condiciones para que prosperen es una de las principales tareas del Estado. Pero confundir a los ricos con las empresas, a propósito o no, no es la manera de dar el debate. Qué pobreza de argumentación y qué peligro por las posibles consecuencias.