El primer español que lloró en territorio americano, no lo hizo por la emoción que le causó el paisaje, tampoco por sentir nostalgia de su tierra y mucho menos por un fortuito e insoportable dolor de muela; dicho español lloró porque se atrevió a morder con delicadeza suma, un pequeño y colorado fruto, con apariencia de fresa o frambuesa.
El ibérico en cuestión fue Diego Chancaca, quien vino a América en calidad de clasificador de especies vegetales para el Jardín Botánico de Sevilla en el cuarto viaje de Colón.
Inicia así el ají, su periplo de conquistas por todas las cocinas del mundo, recibiendo en el lenguaje científico el nombre de Capsicum y en el lenguaje popular, los nombres de: ají, chile o pimiento. Actualmente este fruto hace presencia en todas las cocinas europeas, asiáticas y africanas, asumiéndose como producto fundamental en más de una preparación de tan disímiles fogones, y considerándose equívocamente por millares de cocineros y comensales de aquellos continentes, como producto nativo; quede claro, el ají es exclusivamente americano. Según Pérez Arbeláez (notable investigador colombiano) existen las variedades capsicum annuum, que corresponden a los pimientos o chiles tan nombrados en las descripciones de las recetas amerindias, y el capsicum baccatum, que es pequeño y siempre muy picante, así como el capsicum frutescens, considerada la variedad más conocida, con sus frutos cónicos y alargados. En nuestro medio, la clasificación popular no es muy rigurosa (pique, dulce, chivato y pajarito) y jamás llegará a ser tan depurada como aquella que se practica en México y Guatemala, donde se enumeran las siguientes variedades: cascabel, ancho, morrón, chilaca, chilpotle, guajillo, habanero, jalapeño, largo, morita, mulato, pasilla, piquín, poblano y serrano.
Personalmente me clasifico como una “consumidora discreta” de los sabores picantes; sin embargo, debo reconocer que existen “bocados” que me invitan a involucrar los encantos del ají; esto me acontece con la papa rellena, la empanada, el pastelito de carne, el consomé de gallina, las sopa de arracacha, sancochos y tamales en todas sus versiones, la morcilla, el patacón y la yuca cocinada. Confieso: me encanta observar los frascos de ají ubicados en cualquier mesa; me encanta mirar sus múltiples colores, destapar sus recipientes, analizar sus texturas, inhalar sus aromas e irremediablemente, siempre caigo en su degustación; reitero, no soy experta para decir cuál es dulce y cuál es picante y más de una vez he caído en el error de pensar que el picante es dulce y viceversa.
En otras palabras, igual que al licenciado Chancaca, en más de una ocasión me han salido lágrimas ajenas al dolor, a la tristeza o a la risa … han sido lágrimas producidas por un inofensivo ají picante.