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Hace algunos años revisé los escritos de Antonio Montaña, luego aquellos de Estrella de Los Ríos y finalmente el acopio de recetas de Carlos Ordoñez. Y con este acervo de reflexiones y descripciones estuve viajando por más de 25 municipios del Gran Santander (1) destapando ollas y calderos en plazas de mercado, pueblos, veredas y negocios de carretera urbanos y rurales. Desde aquellos días quedé asombrada por la riqueza de sabores y la originalidad de sus preparaciones.
Viajar por el Gran Santander es confrontar una sensación de cambio permanente sobre un horizonte de luz y una variedad infinita de colores donde valles, ríos, cañones, desiertos, páramos y un potosí de hermosas poblaciones campesinas, habitadas todas por hombres y mujeres de gallardas figuras dejan entrever que están hechos por y para aquella tierra. Es en este territorio donde se gesta una culinaria, cuya riqueza de sabores y la originalidad de sus preparaciones admiro fanáticamente.
Sopas de antología son su suculento caldo de costilla y el caldo de pichón (ambos se ofertan para desayunar) su exclusivo mute, que es mondongo con garbanzos, ahuyama, arracacha, maíz y papa; sus fríjoles con costilla, preparados con fríjol de Castilla, papa, yuca, guineos verdes, ahuyama, arracacha, zanahoria y cilantro cimarrón; y finalmente su sazonado y reconocido sancocho de rabo de res.
Tema especial son sus carnes en cecina, oreadas o ahumadas (casi únicas en Colombia), también lo es su sobrebarriga horneada con cerveza y miga de pan; joya de alta cocina es aquel cabrito asado acompañado de aquel legado culinario español llamado pepitoria; y qué decir de la turmada (pastel de sobrantes de cocina) o de las crocantes empanadas con masa de yuca, los pasteles de garbanzo y los exclusivos tamales con alcaparras, pasas y huevo cocido.
Únicos en la cocina colombiana son los huevos ocañeros, revueltos con los pétalos de la flor del árbol de barbatusco (cámbulo) y de antonomasia su masato de agua-panela, zumo de yuca, piña y clavos. En el capítulo del dulce, el bocadillo tiene merecido todo su protagonismo, pero la conserva de papaya verde, las panuchas de guanábana, el dulce de apio y la prolifera paleta de sabores de dulces de frutas de Girón son íconos.
Recientemente estuve en Cúcuta. Durante el día observé numerosas ventas callejeras y restaurantes populares donde en tablero y tiza se ofertaban toda la gama de rectas que mencioné en líneas anteriores. No por escrupulosa, sino porque tenía la invitación de unos amigos para almorzar en su casa*, me privé de más de un manjar de cocina callejera, cuya presentación y aroma me aseguraban un suculento bocado.
En horas de la noche tuve la intención de salir a comer a un “restaurante de categoría que ofertara cocina santandereana” y en la guía de la ciudad que tenía en mi habitación no se mencionaba uno solo; procedí al oráculo de Google y nada de nada; consulté a dos empleados en la recepción del hotel y solo obtuve risas a causa de su desconocimiento; les perecería que un restaurante de cocina de categoría con recetas de Santander no era posible. Finalmente, finqué mis esperanzas en el señor taxista… su respuesta fue contundente: ¿un restaurante fino de cocina cucuteña? No, mi señora; eso en esta ciudad no existe. ¿Total? Mis pesquisas fueron en vano
