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La otrora comida de avión

Doña Gula

04 de junio de 2010 - 11:01 p. m.

No soy la que más millas aéreas tiene; pero algo he viajado, lo cual me permite opinar sobre el asunto: la cocina de avión no es maluca, es espantosa. Y la razón es sencilla: la cocina de avión no existe, pues se trata más bien de fiambres recalentados.

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Veamos: hasta mediados del siglo pasado, es decir, antes de entrar a la era del jet, los vuelos transatlánticos e intercontinentales se realizaban en aviones a hélice que exigían viajar de isla en isla, y dichos periplos que aún hoy duran entre 9 y 12 horas sin escalas, por aquellos años podían alcanzar uno o dos días. En otras palabras, hasta la década de los 50 del siglo pasado, una de las grandes debilidades que mantenían las compañías aéreas, era exactamente la irremediable hambruna que sufrían sus pasajeros.

Durante años la comida ofrecida en los aviones se convirtió en el “caballito de batalla publicitario” de todas las aerolíneas. Recuerdo con añoranza los avisos de página entera en refinadas publicaciones, donde la otrora famosa Pan American mostraba en primer plano un suculento pernil de pollo en salsa de champiñones; no menos sugestiva era la hamburguesa de la colorida y alegre Braniff International y se me hacía agua la boca con los pancakes de TWA. Paradójicamente, hoy en día, ninguna de esas tres gigantescas aerolíneas existe. No sé qué pensarán los sabios del marketing aéreo; pero día a día estamos comprobando que aquello que se había convertido en “santo y seña” de la calidad del servicio, hoy tiende a intoxicar o mejor a desaparecer.

Fue con la aparición del horno microondas, que las aerolíneas nos metieron el San Benito de tener cocinas dentro de sus aviones y para acabar de ajustar se asesoraron de chefs de renombre mundial, es el caso de Paul Bocuse,  para convencernos aún más, de la calidad de sus comidas.  Jamás he creído en el buen sabor de una lasaña de avión; jamás he terminado completamente una porción de carne aérea; y en mi último recorrido, dudé y dudé de una cazuela de mariscos, la cual solo olfateé, pero con las ganas me quedé.

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 En nuestro país las compañías de aviación nunca se han destacado por este servicio. La respuesta es elemental… ante el elevado precio de nuestros tiquetes, la mayoría de pasajeros asumen que deben de aprovechar hasta el último centavo al cual tienen derecho con semejante precio, por lo tanto, la mayoría se lo engulle, otros tantos lo guardan en sus maletines y bolsillos para un halago familiar; y muy pocos lo rechazan.  Confieso que yo siempre

-por pura curiosidad glotona-  lo recibo para escarbarlo, poniendo en práctica aquella sabia frase que se aplica a las malas preparaciones, la cual dice: la mejor salsa que hay, es el hambre. Y en este país el hambre aéreo es recurrente, porque casi siempre, el vuelo programado para una duración  de 50 minutos, por asuntos técnicos que nadie explica, se extiende en 4 horas, al cabo de la cuales finalmente pasa la azafata preguntando: ¿agua o confite?

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