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Los aromas culinarios tienen su sitio

Doña Gula

28 de enero de 2011 - 10:37 p. m.

El encanto de los aromas de la cocina es algo incuestionable. Difícil tomar partido por uno u otro, pues el espectro de ellos es de tal magnitud, que su descripción detallada merece un verdadero tratado.

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Permítaseme recordar algunos, los cuales, estoy segura, todo el mundo reconoce y con los cuales a su vez todo el mundo está plenamente identificado, según su lugar y circunstancia. Veamos: reconfortante y anímico es aquel del café recién hecho, cuando temprano en la mañana se entrevera en nuestra casa, el tinto de nuestro vecino.

Nada más agradable que el súbito olor del pan caliente, cuando caminando desprevenidamente, nos acercamos a una panadería en plena producción; devorador, por no decir lujurioso, es el aroma del chicharrón o la carne de cerdo frita que tantas veces aparece por las ventanas de una cocina doméstica en una plácida y serena calle de barrio; alucinante es el sabor del queso gratinado y no menos sugestivo el de la tocineta frita, provenientes de aquellos sitios que comercializan recetas con estos ingredientes.

Pero dicho esto último, es necesario aseverar que lo más insoportable que existe en el mundo de los aromas culinarios es aquella mezcla gigantesca de olores, especie de “popurrí aromático”, que se genera en los lugares destinados para los negocios de comidas en los centros comerciales. Hay que tener entre 4 y 25 años para identificarse con aquella marea de olores grasientos, donde predomina el olor de aceites reutilizados y otras tantas vituallas de aromas indefinidos; claro está, que se trata del lugar preconcebido para que allí confluyan dichos aromas y por lo tanto, cada quien está libre de visitarlo. Lo que sí no es correcto, es la modalidad que han asumido los teatros de estos centros comerciales, permitiendo y llevando hasta la silla del espectador todo tipo de comidas.

Recientemente estuve en una de estas salas de cine y cuál sería mi sorpresa cuando desde mucho antes de acomodarme, en la sala flotaba una atmósfera como la de cualquier venta de fritanga alrededor del estadio; pero el asunto no termina allí, pues además tuve la mala suerte de quedar rodeada por una verdadera tropa de espectadores hambrientos: a mi derecha engullían crispetas, a mi izquierda abrieron media docena de paqueticos de mecato plástico, por mis espaldas no comían… se atarugaban y finalmente los vecinos de las filas delanteras, no estaban viendo cine, estaban almorzando, pues a sus butacas les llevaron sendas bandejas con olorosas y entrapadas papas a la francesa. Me opongo rotundamente a esta nueva modalidad de servicio, pues las salas de cine de hoy en día parecen más un bus de paseo y están cada vez más lejanas de ser el lugar silencioso y confortable de atmósfera neutra, a las cuales estábamos enseñados, y en donde el aroma más intrépido que eventualmente aparecía era el de una refrescante menta. Otro asunto más de educación pública que necesita legislación.

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