
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
A pesar de tener familia en la Sultana del Valle, nunca visité la ciudad hasta mis 25 años. En 2011 viajé a Cali por primera vez, atraída por fabulosos rumores acerca de un festival de música del Pacífico que tenía lugar cada año en la capital vallecaucana. Decían las buenas lenguas que miles de personas de los municipios afros de la región se daban cita en el teatro al aire libre Los Cristales o en la plaza de toros para rendirle homenaje al compositor de Mi Buenaventura: Petronio Álvarez.
También a la Marimba de Chonta, versión afrocolombiana del Balafón Africano e instrumento madre de la música del Pacífico sur. Junto a ella, el cununo, el bombo, el guazá y las voces hipnóticas de las cantaoras, quienes, a menudo, son portadoras de otras tradiciones como el trenzado, la gastronomía y la producción de bebidas ancestrales hechas a base de un destilado de caña artesanal: el curao, el arrechón y la tomaseca nutren el evento con sus sabores a mangle y hierbas de azotea ardiendo en las llamas de la sabiduría negra.
La versión XIV del Petronio tuvo lugar en el Estadio Pascual Guerrero. Gualajo, el pianista de la selva, me dio la bienvenida al lugar donde se valoraba más la marimba que el piano, donde se tomaba más viche que aguardiente, donde valía más piangua que el caviar y donde era mejor el turbante que la extensión.
Ese día me enamoré del Petronio y no he faltado a ninguna versión del festival en 14 años, durante los cuales la situación ha cambiado. Hoy me preocupa sobremanera la creciente exotización de la cual somos víctimas las personas negras en un espacio cuya génesis estaba en la promoción de la cultura afropacífica.
Cada vez son más las personas no afro que vienen al Petronio, muchas de ellas con ánimos de respeto y admiración por nuestras manifestaciones; otras con una visión de subordinación evidenciada en acciones de irrespeto a nuestra humanidad y nuestros cuerpos, una vez más, vulnerables ante la reproducción de la estructura racista dentro de un festival, quisiera yo, afrocentrado.
Se les olvida, de nuevo, que somos personas compartiendo nuestros saberes, y no especímenes exóticos en un zoológico humano. ¿Cómo es posible que vengan con cámara en mano a tomarnos fotos sin nuestro consentimiento, peor aún, a nuestros niños sin autorización de sus padres? ¿En qué cabeza cabe que quieran tocar nuestros cabellos naturales de manera abusiva e invadir nuestro espacio personal sin mostrar un mínimo de respeto?
Y luego se molestan cuando decimos no, porque creen que tienen derecho y no soportan que pongamos límites que se darían por sentados en otro tipo de espacios. Nos dicen groseras y resentidas porque les molesta que les recordemos que no somos objetos a su disposición.
¿Qué pasaría si una persona negra llegara a un evento cualquiera a tomarse fotos con niños sin permiso y a manosear sus ropas y sus cabellos? Entonces no esperen que nos quedemos callados. Petronio se respeta, y sus protagonistas también.
