Por buenos que sean los gobernantes, siempre les quedan cosas por hacer. Sería iluso y falto de realismo pensar que, a su paso por la jefatura de un gobierno, alguien pudiera dejar todo arreglado. Cada gobernante tiene que soportar, sin excusas, la carga del pasado, y ha de saber que será inevitable dejar unos cuántos problemas por resolver, sin que ello lo exima de hacer cada día su mejor esfuerzo. Así es el oficio, como en uno de esos mitos antiguos en los que periódicamente, sin que nadie lo pueda evitar, las cuentas vuelven a cero.
Gobernar es meterse de lleno en la secuencia imparable de la historia, con sus ciclos de exigencias y oportunidades, motivos de esperanza y causales de frustración. A sabiendas de que siempre habrá quienes deseen que aún los gobernantes más aplaudidos se vayan. Con la seguridad de que siempre habrá insatisfechos, con sus propias razones. Con la certeza de que tarde o temprano germinará el deseo de cambio, por fortuna posible en democracias de verdad, que mantienen despejados espacios para la renovación. Espacios que han de ser ocupados por quienes traigan nuevas ideas y hagan su intento de llevar los estándares del progreso económico y social a nuevas fronteras.
Todas esas virtudes de la democracia, lejos de los autoritarismos, los apegos personalistas, los entusiasmos abyectos y el deseo de quedarse de por vida en el poder, brillan cuando existen acuerdos fundamentales sobre los objetivos del ejercicio del poder político en las circunstancias precisas de cada país. Cuando se han superado discusiones indispensables sobre el modelo más adecuado de Estado, los equilibrios entre poderes, la repartición y el gobierno del territorio, la atención de servicios, el protagonismo ciudadano y la rendición de cuentas por lo que se haya hecho o dejado de hacer.
Dentro de ese espíritu se ha llevado a cabo el proceso de las elecciones generales en Alemania, que despertaban particular interés tanto al interior del país como en el conjunto del escenario europeo, e inclusive más allá, por cuanto estaban llamadas a marcar el cierre de una era caracterizada por el liderazgo de Ángela Merkel, quien llegó a convertirse, con su capacidad conciliadora, combinada con firmeza tranquila, sencillez y aplomo, en una especie de símbolo, tanto de su país como de la Europa comunitaria.
En atención al llamado de los partidos, con su plataforma adecuada a las exigencias del momento, la campaña fue un debate sobre el futuro de la nación, superficial para unos y trascendental para otros. Los resultados, sin mayoría absoluta para nadie, repiten la tendencia alemana, casi generalizada al interior de regímenes parlamentarios, de un reparto de preferencias electorales que no le confiere a ningún partido escaños suficientes para gobernar sin entrar en coalición.
Muchos no se explican el hecho de que el partido de la gobernante más prestigiosa de la Europa de hoy haya obtenido precisamente en estas elecciones el apoyo popular más precario de su historia. A otros les ha sorprendido el hecho de que, como viene sucediendo desde principios de siglo, nadie haya obtenido el deseado premio de una mayoría contundente que le permita formar gobierno por cuenta propia. Consideraciones ambas explicables, pero de ninguna manera representativas de un fracaso de la democracia ni del sistema político dentro del cual se dieron los resultados.
El apoyo parejo de más o menos una cuarta parte del electorado para cada uno de los dos partidos tradicionales, democratacristiano y socialdemócrata, que han gobernado últimamente en alianza, el apoyo juvenil a los verdes y a los liberales, la presencia preocupante de una derecha radical y aún la precaria subsistencia de una izquierda tradicional e incisiva, demuestran el vigor político de una sociedad llena de alternativas de interpretación de la política, la economía y la sociedad. De manera que hay que celebrar la existencia de un comprobado vigor democrático, opuesto a la experiencia de países donde los gobernantes aseguran la patraña inverosímil de conseguir en cada elección más del noventa por ciento de los votos.
Cierto es que la canciller saliente ha recibido, salvo contadas excepciones, aclamación por su protagonismo en el proceso político de su país, de Europa y del mundo, como una especie de fiel de la balanza, vocera tranquila y firme de la sensatez, en su momento barrera contra la arremetida de ególatras jugando a estadistas, así como de rebeldes contra la causa de esa Europa unida que tanto trabajo ha llevado construir después de siglos de violencia. Pero también es cierto que, a la hora de la verdad, los ciudadanos de cada país votan por uno u otro proyecto político, encarnado en una u otra persona, o en atención a uno u otro legado, con base en consideraciones puntuales de la vida cotidiana, y cuando más de tradiciones políticas comprobadas en el escenario nacional, más no según el prestigio, interno o internacional, de quien esté de salida.
En la Alemania de hoy están por resolver asuntos trascendentales. Uno de ellos es el ajuste generalizado de una infraestructura que consolide el uso y la cultura de la digitalización, que al parecer deja mucho que desear. Es hora de tomar decisiones importantes en materia pensional, en la perspectiva de una crisis poblacional que sigue creciendo y que lleva a considerar las proporciones futuras de la inmigración. El cambio climático exige definiciones con sentido prospectivo de las cuales está pendiente sobre todo la juventud. El sector de la defensa, después de la aventura de Afganistán, y ante las nuevas realidades del balance de las relaciones entre Europa y los Estados Unidos, así como de la crisis de la OTAN, requiere de una nueva orientación. Lo mismo que la actitud frente a China, Rusia y los demás socios de la Unión, que encuentran en Alemania la abanderada de las relaciones con la antigua Europa oriental.
Una vez más, la que en otra época se llamaba “reunión de los elefantes”, esto es el encuentro de los jefes de los partidos, posterior a una elección que les obliga a negociar, para dar unas primeras impresiones sobre los resultados y sobre las alianzas que estarían dispuestos a realizar, fue un espectáculo de talante democrático digno de resaltar. Así para muchos sea un nuevo episodio de la tragicomedia permanente que protagonizan los políticos, una reunión en la que se reconocen fracasos propios y éxitos ajenos, y en donde además del respeto personal se demuestran el compromiso con las instituciones y la voluntad de negociar un programa de gobierno, no puede ser sino una demostración de madurez política.
Ahora, mientras la canciller saliente mantiene a flote la nave del gobierno y cuida de los asuntos urgentes, se ha desatado la feria de las negociaciones en busca de armar un programa de gobierno en el que han de caber puntos de vista diferentes sobre problemas por resolver y asuntos por impulsar. Programa que implica escogencia canciller y reparto de ministerios según las opciones de contribución de cada partido, pero sobre todo la elaboración de un proyecto político viable, con el correspondiente apoyo parlamentario que garantice su realización efectiva.
Es natural que, tanto en las oficinas de los partidos, como en la calle, las conjeturas de alianzas estén a la orden del día. Así es el juego político. Y no tiene nada de raro que el ejercicio de armar una coalición programática tome algún tiempo, pues existe la responsabilidad de conseguir un gobierno que al tiempo que acometa con éxito los anhelos de una nueva era, mantenga en lo posible el protagonismo y el liderazgo que dentro y fuera del país llegó a ocupar la canciller saliente. Objetivos que no dejan lugar para la improvisación.