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Aniversario de una paz incierta

Eduardo Barajas Sandoval

14 de diciembre de 2020 - 11:21 p. m.

Siempre será mejor un acuerdo precario que una guerra interminable; aunque el incumplimiento de lo pactado sea lo más parecido a una guerra latente.

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De la oficina presidencial de Jacques Chirac salían fulgores el 14 de diciembre de 1995. Allí estaban sentados en la misma mesa, como si nada hubiera pasado, Slobodan Milosevic, Franjo Tudjman, y Alija Itzebegovic, entonces presidentes de Serbia, Croacia y Bosnia Herzegovina respectivamente. Detrás de ellos, de pie, como “padrinos” del documento que los primeros acababan de firmar, estaban Felipe González, Bill Clinton, Chirac, el Canciller alemán Helmut Kohl, y el primer ministro británico John Mayor.

La tremenda constelación reunida ese día en Palacio del Elíseo celebraba el fin de la última contribución europea a las tragedias de la humanidad en el Siglo XX, que enfrentó a la familia de los eslavos del sur, agrupados después de la Segunda Guerra Mundial en una especie de milagro que duró mientras un croata de poderes mágicos pudo poner de acuerdo a pueblos que tenían unas cuántas cosas en común y otras tantas diferencias irreconciliables.

Con la desaparición del Mariscal Tito, y la caída de la Cortina de Hierro, se disolvió la idea aglutinante de Yugoslavia, así se hubiese mantenido fuera de la órbita soviética, como protagonista de la causa de los No Alineados, bajo el sello de un comunismo de marca propia.

A pesar de la pretensión serbia de continuar siendo, desde Belgrado, epicentro de la unión, casi todas las antiguas repúblicas yugoslavas prefirieron declarar su independencia. La violencia hizo su aparición con la confrontación armada entre antiguos miembros de un mismo ejército, ahora parcelado según las pretensiones de autonomía de nacionalidades recién salidas otra vez a flote, con el ingrediente inflamable de las diferencias religiosas.

En poco tiempo los enfrentamientos llegaron a demostrar, una vez más, que las guerras civiles son más repudiables, y más crueles y dolorosas que las otras. Se puso de moda la “limpieza étnica”, como recurso de muerte orientado a “despejar territorios” de la presencia de quienes no pertenecieran a determinada agrupación nacional y religiosa. Problema que llegaría a adquirir en la región de Bosnia Herzegovina proporciones dantescas, debido a la presencia de comunidades de “bosnios serbios”, ortodoxos, “bosnios croatas”, católicos, y “bosniacos musulmanes”.

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Todos contra todos, después de haber vivido juntos por muchos años, formaron ejércitos que, en representación de cada uno de esos tres grupos, se encargaron de la cacería de representantes de las otras etnias. Vinieron las masacres, el desplazamiento, los campos de detenidos, la tortura y todo tipo de barbarie. Fuerzas militares y grupos paramilitares de Serbia y Croacia corrieron a reforzar a los de su etnia y su afiliación ortodoxa o católica. Musulmanes de diferente procedencia también concurrieron a defender a los suyos.

Todas las partes cometieron crímenes atroces. Solo que, al hacer las cuentas, más del ochenta por ciento de las víctimas fueron bosniacos musulmanes. Serbios y croatas los habían hecho objeto de su furia. La ciudad de Sarajevo, construida por artesanos refinados, antiguo y tradicional escenario en donde sinagogas, iglesias y mezquitas, cohabitaron en el mismo paisaje urbano, se convirtió en un infierno, bajo el bombardeo de los serbios.

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Lo mismo ocurrió por toda la Bosnia Herzegovina, hasta que en julio de 1995 los serbios asesinaron a sangre fría a más de ocho mil hombres y niños bosniacos, que mantenían en un campo de concentración, bajo las narices tapadas de soldados de las Naciones Unidas, cuya presencia en el vecindario demostró que no servían para nada.

Ante el avance de ese nuevo espectáculo violento, protagonizado por europeos, muchos de los cuales andan por ahí calificando y descalificando, con acento respingado, a los habitantes de otros continentes, los Estados Unidos propusieron utilizar a la OTAN para obligar, por la razón y la fuerza, con bombardeos a serbios y croatas, a negociar un acuerdo de paz.

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No era fácil. Había intereses casi imposibles de reconciliar. Los bosniacos musulmanes eran mayoría en la región, y cualquier arreglo debería respetar a esas nuevas minorías, ortodoxas y católicas, dentro de una institucionalidad en la que todos confiaran. Las semillas del enredo provenían de la época de los turcos, que como dueños temporales de los Balcanes concedieron privilegios a quienes se adhirieran al islam. Oferta que aceptaron muchos bosnios de la época, para pasar de privilegiados a perseguidos, a la vuelta de unos siglos, con una simiente religiosa y cultural imborrable, a pesar de su condición de eslavos del sur.

Encerrados en la Base Aérea de Wright Patterson, cerca de Dayton, bajo la tutela del presidente Clinton, el negociador Richard Holbrooke y el general Wesley Clark, los presidentes de Bosnia, Serbia y Croacia, acordaron que Bosnia-Herzegovina seguiría siendo una república que a su vez alojaría en el interior de su territorio otra república, destinada a los serbios, la Republika Srpska, con espacios demarcados según la composición étnica de los territorios.

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El arreglo trató de ser una muestra palpable de realismo pragmático. Los bosniacos, musulmanes, mantendrían en su territorio a los bosnios y respetarían sus derechos, como lo harían respecto de los serbios de la república que se había creado para ellos, señalada aldea por aldea y con enorme dosis de autonomía. El gobierno se ejercería de manera tripartita, mediante fórmulas complejas, difíciles de llevar a la práctica.

U n cuarto de siglo más tarde, al volver a mirar hacia Bosnia Herzegovina, el espectáculo no es el que soñaron los diseñadores del esquema de paz que los presidentes de entonces firmaron en París. Tampoco es, menos mal, el que quisieran los radicales que se opusieron al acuerdo y hubieran preferido seguir en la guerra a toda costa. Por todas partes se denuncian tensiones, que han llegado hasta las aulas escolares, semillero privilegiado de interpretaciones de la vida que pueden llevar a la germinación de la paz, aunque también del odio.

El Tribunal Penal Internacional para la ex-Yugoslavia, fundado en 1993 y clausurado en 2917, alcanzó a juzgar a unos cuántos responsables de los crímenes cometidos en ese último ejemplo europeo de mala conducta del milenio. Slobodan Milosevic, radical de la causa de la supremacía serbia, murió en las instalaciones del Tribunal en La Haya, pendiente de juicio. Franjo Tudjman, autoritario, clientelista y todo, murió en ejercicio de la presidencia, con la aureola de fundador de la nueva Croacia independiente. Alija Izetbegovic murió en medio de la aclamación de los suyos, aunque en su contra avanzaba una investigación por haber incurrido en crímenes de guerra.

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Como suele suceder en todas partes, los signatorios de los acuerdos terminan por salir del escenario, para siempre. Entonces corresponde a otros hacer realidad, o echar a pique, cada proceso. Ronda siempre la idea de que alguien no está cumpliendo. Nadie escapa de esa sospecha. Siempre hay un espacio para el reproche. Los optimistas reciben sobre casi siempre el rechazo desde su propio campo. Muchos desean romperlo todo para volver a probar suerte por la vía de la violencia.

Lo cierto es que, a pesar de la tentación de muchos de echar para atrás los acuerdos de Dayton, los protagonistas de la vida política de Bosnia Herzegovina prefieren aferrarse a una paz imperfecta, aunque sea movidos por el terror que les produce la amenaza de volver a los horrores de la guerra. Y tienen toda la razón.

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