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El relevo en la jefatura del estado en el Perú forma parte del proceso de aclimatación de la democracia en América Latina. Ante una decisión por parte del jefe del ejecutivo que se apartaba de la constitución para cerrar el congreso y asumir la dictadura a través de “legislación por decreto”, los demás poderes del estado, y cada una de las instancias a las que les correspondía reaccionar en defensa de la institucionalidad, hicieron lo que debían. Eso está bien, pero el contexto en el que se dieron las cosas, y las perspectivas de los eventos por venir, merecen atención cuidadosa, porque sirven para reflexionar sobre el proceso que se vive allí y en el continente.
La democracia latinoamericana está en construcción, y eso no es de extrañar, porque la sociedad misma de los países de la región también lo está. Los diferentes pueblos que la habitan viven, en mayor o menor medida, procesos de homogenización, siguen inmersos en el mestizaje racial o cultural, y también sufren todavía, en unos lugares más que en otros, secuelas de la discriminación sembrada en la época colonial.
El profesor Enrique Serrano nos recuerda que los doscientos años de vida republicana de los países latinoamericanos estuvieron precedidos de trescientos años de gestación, que deben ser tenidos en cuenta para entender mejor el proceso de nuestra historia. De ahí que subsistan elementos de estirpe colonial dentro de los que pueden figurar tanto la actitud pasiva de esperar todo del respectivo virrey, bondadoso o despiadado, como el ejercicio centralista y distante del poder, entendido como la facultad elemental de mandar, así se obedezca, pero no se cumpla.
Algunas elecciones presidenciales recientes en América Latina parecerían confirmar la voluntad popular de acelerar el agotamiento del modelo de dominio de los criollos, hijos de españoles nacidos en América y fundadores de las repúblicas contemporáneas, que las dejaron como herencia a sus descendientes, junto con tierras y otras riquezas. De manera que estaríamos viviendo una mutación de la clase que ejerce el poder, para acabar con esa saga de personajes nacidos en haciendas o en capitales de los antiguos virreinatos, por lo general instruidos y bien intencionados, que representaban a estos países ante el mundo de manera más bien decorosa, salvo claro está la figura de caudillos y dictadores que han pasado a formar parte del folclor universal.
Hoy se podría decir que en todo el continente existe un anhelo democrático de nuevo contenido, que va más allá de las ganas de votar. También se hace presente una especie de angustia por las deficiencias de las instituciones y sobre todo por el nivel y el comportamiento tradicional de la clase política. Se tiene conciencia de que en muchos casos los diseños institucionales han sido manipulados con nombre propio, y no se ha llegado a unos acuerdos esenciales generadores de efectos de democracia económica, política y ambiental, en el sentido más amplio del aprovechamiento de los recursos naturales en busca del bien común.
Con la persistencia del clientelismo, ese pequeño caudillismo que produce réditos electorales, la representatividad verdadera de muchos de los políticos es minoritaria, y su acción resulta distante del interés popular. También es en ocasiones la clase política es menospreciada por mayorías silenciosas que no quieren siquiera reconocer las ventajas de elegir bien, porque consideran que no hay a quién. Situación que deja que unos pocos, estereotipados, “hagan la política” y ejerzan el poder como quieran, a pesar de que la sociedad cuente con quienes pudieran hacer aportes valiosos, pero son los primeros en huir de la tentación de someter sus ideas al juicio de la opinión. Mientras la corrupción no da tregua y se convierte en trofeo adicional a los triunfos políticos, lo mismo que un ejercicio revanchista del poder.
Algunas naciones, como el Perú, después de larga tradición de gobiernos de personalidades típicas del corte criollo ilustrado, con paréntesis de dictadores militares, han resuelto últimamente apoyar a personajes que supuestamente representan anhelos populares y provienen de sectores sociales históricamente relegados del poder. Como si quisieran repudiar a través del voto los esquemas de dominación heredados de la era colonial, han buscado elegir personas con la tarea de corregir la desigualdad y la marginalidad que atribuyen a los malos gobiernos de la tradición. Así que, en lugar de Mario Vargas Llosa eligieron Alberto Fujimori, hijo de inmigrantes japoneses, y después a Alejandro Toledo, hijo de campesinos, a Ollanta Humala, hijo de abogados de clase media ayacuchanos, y a Pedro Castillo, maestro de provincia y dirigente sindical, todos muy lejos de los Belaúnde Terry, Prado Ugarteche, Bustamante y Rivero, Pardo y Barreda y de ahí para atrás.
En el decurso de la vida política de las naciones existe una cierta dosis de pedagogía social que va de la mano de la historia, entendida como proceso en el que todos estamos inmersos y actuamos así no nos demos cuenta. En reconocimiento de esa forma de educación inserta en los procesos históricos sirve estudiar el caso del expresidente Castillo, que estaba a punto de ser declarado “vacante” por un congreso en donde no tenía mayorías y que ya ha ejercido en otras ocasiones esa potestad constitucional, ante lo cual decidió, no se sabe si bajo impulso propio o ajeno, romper el orden constitucional, con las consecuencias que ya se conocen, después de manifestar que de pronto era ignorante en cuestiones políticas e institucionales, pero no ladrón.
Naturalmente, es de festejar que no se haya permitido la ruptura del orden constitucional en el Perú, así como es deseable que los propios peruanos, sobre la base de su experiencia y de sus anhelos, esto es de lo que hayan aprendido de su propia historia, realicen los ajustes adecuados para que no se derrumbe el castillo más importante, que es el de una institucionalidad democrática que permita que los poderes funcionen con pesos y contrapesos adecuados dentro de un estado de derecho. Con ese propósito seguramente discutirán de nuevo el contenido de las relaciones, los equilibrios y los controles entre los poderes públicos, principalmente entre el ejecutivo y el legislativo, que ha presentado en los últimos años incidentes que no han permitido la estabilidad institucional que muchos quisieran tener.
Desde una visión democrática de la vida política, no hay razón para celebrar que se haya ido un presidente por el hecho de que hubiera venido de lo profundo de la provincia y del movimiento sindical. Tal vez sea mejor reconocer la significación de que alguien de su procedencia y de su formación haya llegado a la jefatura del estado por la voluntad mayoritaria de sus conciudadanos y estudiar con atención las razones para que ello haya sido así.
La experiencia del expresidente Castillo debe servir para que nuevos sectores sociales, con aspiraciones postergadas y alejados históricamente de los escenarios del poder, entiendan las complejidades del manejo de los estados contemporáneos, verifiquen que existen responsabilidades comunes a quien quiera que llegue a gobernar y que los problemas no se arreglan simplemente con el deseo, el buen discurso y las ganas de hacerlo todo bien.
Para responder a esos anhelos que se han manifestado a través de aventuras electorales tentativas, en busca de soluciones nuevas a problemas endémicos, es preciso elevar el nivel de la formación política, fortalecer el interés y la participación ilustrada en las discusiones de los asuntos públicos, y buscar acuerdos fundamentales sobre los respectivos proyectos de país que eviten tanto la apelación a la fuerza como anacronismos alejados de la realidad del mundo contemporáneo, sin incurrir en el menosprecio hacia ningún sector de la sociedad. Los recientes sucesos del Perú pueden servir de aliciente para hacer claridad sobre esa necesidad y esos propósitos.
