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Es frecuente que solo ante la ausencia de un personaje se pueda advertir, por propios y extraños, la verdadera dimensión de su obra. Justo ahora, en esa lógica, es el momento de mirar hacia los años del cambio de siglo, y de milenio, para sumarse a los reconocimientos al trabajo de Kofi Annan, no solamente como secretario general de las Naciones Unidas, sino como protagonista de acciones y ejemplo de vida en favor de la paz.
Kumasi, capital del antiguo Reino de Ashanti, en los alrededores del golfo de Guinea, es una de esas ciudades ligadas a tradiciones que han podido sobrevivir a los embates del choque con otras civilizaciones y mantener, en términos de la actualidad, ahora en la República de Ghana, la condición de epicentro de una versión de la vida africana que combina su trayectoria con una posición de vanguardia en el mundo contemporáneo. Allí nació, y comenzó su carrera, el secretario general de las Naciones Unidas encargado de abrirle a esa organización las puertas del siglo XXI.
Su designación como secretario general representó no solamente un hito por el hecho de provenir de un país del África subsahariana, sino por ser el primer funcionario en llegar a la máxima posición dentro de la ONU luego de haber hecho toda su carrera en el seno de esa institución de cubrimiento global.
Su ejercicio de una década al frente de la Secretaría General, y el tiempo anterior como subsecretario, a cargo de las operaciones de mantenimiento de la paz, coincidieron con la llegada del nuevo milenio y con una serie de acontecimientos de trascendencia y gravedad para el mundo y para las Naciones Unidas en particular. Las fallidas operaciones extranjeras en Somalia, el genocidio de cerca de un millón de seres humanos en Ruanda, la masacre escandalosa e inmisericorde de musulmanes de Bosnia por parte de serbios del mismo país ocurrida cerca del cuartel de los cascos azules de la ONU, los ataques del 11 de septiembre contra los Estados Unidos y la invasión occidental de Irak fueron hechos que no solamente sacudieron al mundo, sino que representaron retos enormes para la vigencia misma de la Organización.
Las exigencias derivadas de semejante suma de acontecimientos encontraron adecuado manejo con el temple y el comportamiento sereno de un secretario general de las Naciones Unidas que, alejado de toda estridencia, supo sortear esa avalancha de tragedias para la comunidad internacional organizada. Pero ello no era suficiente, pues las circunstancias de acumulación de problemas exigían asumir el reto de señalar un nuevo rumbo para la ONU y definir otra vez la forma en la que sus actuaciones fuesen idóneas para el cumplimiento de sus objetivos. Y es en la satisfacción de esos requerimientos en donde se puede encontrar al valor de la tarea de Kofi Annan.
Para enderezar el rumbo fue preciso volver a definir propósitos y formas de acción, además de adoptar en ciertos momentos actitudes opuestas a los intereses arrolladores de potencias como los Estados Unidos y la Gran Bretaña, ambos miembros del Consejo de Seguridad y fervientes impulsores del ataque a Irak, sobre la base de premisas que más tarde resultaron falsas. Tal vez, si no hubiera sido por el comportamiento del secretario general, la Organización habría estado en peligro de caer en el desprestigio, que, agregado a la precariedad natural de sus poderes, hubiera podido llevar a su colapso.
Annan fue galardonado en 2001 con el Nobel de Paz en la edición centenaria del premio, de manera compartida con la ONU, por el trabajo de ambos en favor de un mundo más organizado y más pacífico. A ese reconocimiento se vinieron a sumar muchos otros, hasta el día de su muerte, la semana pasada, por haber apartado a la Organización de la idea de que es una especie de club de gobiernos y convertirla en institución con la que se llegaron a sentir identificados, en su momento, ciudadanos de todos los países, que aprendieron a apreciar un mundo sin las barreras de los intereses políticos y estratégicos de los Estados.
Su militancia activa en causas como la formulación y el impulso de los objetivos del milenio, al servicio de la lucha contra la desigualdad y la pobreza, la resistencia ante los embates del cambio climático, y las campañas mundiales contra el sida, la malaria y la tuberculosis fueron contribuciones enormes a la definición de propósitos comunes de la humanidad, que todos debemos agradecerle.
Como figura de autoridad en el mundo convulsionado de principios del nuevo siglo, y luego de haber superado el escándalo por presuntas actuaciones indebidas de uno de sus hijos en un programa de ayuda humanitaria a Irak, Kofi Annan logró organizar una fundación que lleva su nombre, y desde ella participó en diferentes iniciativas en favor de la paz y la reconciliación en diferentes escenarios. En una visita a Colombia, en el fragor de las negociaciones en busca del acuerdo con las Farc, expresó su apoyo al proceso, al tiempo que planteó la necesidad de hallar un balance adecuado entre paz y justicia para todos, con la mirada centrada en la reconciliación y en la protección de las víctimas del conflicto.
Al recordar su trayectoria y honrar su memoria, valdría la pena tener en cuenta y observar atentamente su reiterada referencia al poder del conocimiento y a la educación como premisa fundamental del progreso de los pueblos. Referencias sencillas y profundas, de gran valor, que valdría la pena fuesen atendidas en sus mejores términos por sociedades que, incapaces de construir su propio modelo, terminan confiando la formación de su gente a modelos ajenos, para que sigan sirviendo intereses ajenos.
