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Los malos candidatos pueden representar tropiezos para la marcha de la democracia. Cuando el proceso del desarrollo político de un país no está integrado y armonizado con escuelas de pensamiento, cuando la política es ajena a las principales corrientes de la vida de la sociedad, cuando los partidos políticos son débiles o congregan apenas a unos beneficiarios del reparto de cuotas de poder, y cuando se ignora la historia y no se tiene conciencia de ningún destino, queda abierta la puerta a la aparición de proponentes improvisados o avivatos persistentes que resultan a la vanguardia de procesos electorales de los que, de vez en cuando, salen gobernantes de precaria calidad.
Ningún país se puede beneficiar de concursos presidenciales entre personajes sin experiencia, que nada han tenido que ver con la discusión sobre los temas esenciales de la sana competencia política y pretenden ganar una elección sobre la base de su trayectoria exitosa en otros asuntos, lanzados a buscar el favor popular con artificios retóricos que plantean proyectos imposibles de realizar. Lo mismo puede salir de carruseles de figuras opacas, dignas de toda sospecha cuando representan la reedición de proyectos políticos de familia, con mayor razón cuando resultan ser de estirpe dictatorial.
El panorama político de Filipinas, en la perspectiva de los comicios presidenciales de mayo de 2022, presenta una gama de candidaturas que oscila entre un legendario campeón de boxeo, Manny Pacquiao, hoy senador, y el hijo del dictador Ferdinando Marcos, que lleva como compañera de propuesta, en calidad de candidata a la vicepresidencia, a la hija del actual presidente Rodrigo Duterte. De manera que los filipinos corren el riesgo de caer en estereotipos que reflejen la distribución tradicional del poder, con la eventualidad de una nueva aventura de seis años bajo un gobierno monotemático, como el que está a punto de terminar.
El modelo filipino establece concursos separados para la elección de presidente y de vicepresidente de la república. Esto quiere decir que los ciudadanos pueden elegir a un vicepresidente que no sea el compañero de equipo del candidato a presidente. Con el ítem adicional de que el presidente no puede ser reelegido, mientras el vicepresidente sí, por una vez. Con lo cual la figura vicepresidencial no es un simple apéndice de la del jefe del estado, sino una alternativa de poder, o al menos contrapeso del presidente o cabeza de una especie curiosa de oposición.
Con contadas excepciones, los argumentos de la campaña no podrían ser más tercermundistas y primitivos. El líder en las encuestas es “Bongbong” Marcos, sí, hijo del antiguo dictador y de su esposa Imelda, la de los miles de pares de zapatos. Con el 60% del favor en las encuestas, señal contundente, recibe el apoyo de jóvenes que no sufrieron la dictadura y consideran que tantas obras que sobreviven de esa época tienen que ser la señal de un factor de progreso. Su lema de campaña no deja de llevar un aire “trumpista”: que Filipinas “surja de nuevo”.
La siguiente en las encuestas es la actual vicepresidente, Leni Robredo, con el 16%, quien pasa por ser la típica representante de la oligarquía tradicional, y cabalga sobre el argumento de una “revolución rosada” que recupere los valores de la familia y el estado de derecho. Nada original. Más de lo mismo.
Por fuera de esa línea aparece el boxeador Pacquiao, como representante de todos los que, como él en sus épocas tempranas, pasan hambre y tienen que dormir en la calle, eso sí con la perspectiva de llegar a ser millonarios, como él lo consiguió.
Por fuera quedó la perspectiva de que fuese candidato Walden Bello, el promotor de “Focus on the Global South” y The Transnational Institute, verdaderos “tanques de pensamiento” de significación en los más variados campos de interés para un país de las condiciones de Filipinas en la perspectiva del Siglo XXI. Pero gente así no cabe, por ahora, lamentablemente, dentro de las opciones reales de llegar al poder, en medio de esa cultura política que gira en torno de otros argumentos. Entonces resultó apoyando a otro candidato de los que tienen menos posibilidades.
Para cualquier país resulta preocupante contar con un marco institucional de índole democrática, pero no tener opciones de alta idoneidad para escoger gobernantes. Nada mas frustrante para la marcha de la democracia y para la credibilidad y la consolidación de una cultura política democrática, que la mediocridad de los proponentes y de sus propuestas. La reiteración del espectáculo aleja cada vez más a más ciudadanos de su vinculación a procesos políticos que requieren del auténtico favor popular.
Problemas de esa naturaleza, que no son exclusivos de Filipinas, no se arreglan por supuesto, de manera súbita, y mucho menos con la llegada de algún personaje con ínfulas de salvador. Porque todo resulta todavía peor si, en medio de esos paisajes de mediocridad germinan el populismo y la milagrería, la palabra desbocada para decir cualquier cosa que suene bien, y el ejercicio irresponsable de la palabra para justificar soluciones providenciales.
Los procesos que presentan un contenido precario de desarrollo democrático no se enderezan a punta de esperar milagros y mucho menos de seguir con un ojo cerrado a quien pretenda liderarlos como si fuese cuestión de un individuo. Algo tan complejo como eso no puede depender de ningún jefe de los que aparecen periódicamente empeñados en conseguir el poder con ánimo, actitud y discurso mesiánicos.
La postulación de conocedores, no improvisados sino formados, capaces de entender lo más profundo de cada sociedad y de concebir proyectos políticos que han de ser sometidos a la discusión pública, puede ser el comienzo, allá y aquí, de un proceso de apropiación ciudadana de los asuntos del poder, para que las elecciones sean auténtica delegación de poder en quienes salgan escogidos sobre la base de esas premisas.
