Después de abolir casi dos siglos de bipartidismo propio, parecemos inmersos en bipartidismo ajeno.
La existencia de dos partidos políticos omnipresentes, y el reparto del poder entre ellos, con hegemonías alternadas de las que cada uno se ufanaba, temporadas de alianza en nombre de la unidad nacional, eternas disputas burocráticas y hasta guerras civiles, marcó desde un principio el ritmo de marcha del sistema político colombiano.
Bajo la guía de elites más o menos enteradas de la evolución del pensamiento político en Europa o los Estados Unidos, vivimos discusiones acaloradas y períodos de crecimiento, modernización y estancamiento del Estado. Todo dependía de los esfuerzos por adaptar, en esta complicada geografía humana, ideas en boga. De manera que a lo largo de los años fueron desfilando reflejos del liberalismo clásico, el conservatismo erudito y utopías de toda índole, con uno que otro asomo del anarquismo, que en algunos sectores espantaba tanto como el marxismo.
Sin perjuicio de las mejores intenciones, y de la presencia de pensadores creativos, así como de uno que otro filósofo con los pies en la tierra, nuestro sistema de partidos se convirtió, particularmente en las provincias, en refugio del caudillismo. Así pudimos presenciar, durante décadas, el desarrollo de una comedia itinerante que calculadamente se reclamó siempre como muestra de consenso democrático.
A pesar de todo lo anterior, nuestros partidos tradicionales llegaron a ser canalizadores de aspiraciones ciudadanas y portadores y artífices de reformas sociales y políticas, necesarias para la organización del sistema económico. Tal vez les faltó capacidad, aunque no iniciativa, para manejar un preocupante déficit en los equilibrios regionales y llevar los beneficios del desarrollo a amplios sectores de la población.
Siempre estuvo ahí, desdibujada a propósito, la frontera entre el sector público y el privado, por lo general en favor de los intereses del poder económico, a cuyo servicio funcionó el aparato del Estado, con una burocracia marcada por la afiliación partidista, y sin servicio civil de verdad. En su lugar, varias generaciones de tecnócratas tomaron en sus manos, frecuentemente como importadores de ideas nacidas en las universidades donde estudiaron, la planeación, los diseños presupuestales y la política económica y social. En ocasiones también adoptaron modalidades foráneas de manejo de la seguridad y la “disciplina social”.
Al haberse puesto las decisiones estratégicas en manos de personas nombradas, no elegidas, se fue diluyendo la responsabilidad política y se fueron quedando sin oficio los partidos, dedicados al ejercicio de los residuos de poder subsistentes en las corporaciones públicas, con argumentos cada vez más precarios, que contribuyeron al desarrollo desaforado del clientelismo. También surgió una especie de pragmatismo sin reatos, con discursos artificiosos, diseñados para el mercadeo político según los requerimientos del aspirante, centrados en el propósito de salir elegido a cualquier costo.
Una que otra mejora se introdujo desde cuando las elecciones no eran más que convites en los que a los votantes les daban el voto a la entrada de la plaza, pero nada puro evitar que el país resultara dividido en jardines electorales regados con el presupuesto nacional. Y así, siempre con el cacareo de la democracia, nuestro bipartidismo logró aclimatar una cultura cargada de emociones heredadas, transmitidas como verdaderas marcas de familia, fuentes reproductoras de fervor que desembocó en un fanatismo que, a su vez, condujo a una violencia que nos debería avergonzar por su contradicción esencial con los valores democráticos.
Hasta que llegó el Frente Nacional, con su reparto concertado del poder político, y de la burocracia en todas sus manifestaciones, como fórmula de paz que trajo el costo de neutralizar la fuerza propia de los dos “partidos históricos” y convertirlos de alguna manera en uno solo. Con el ingrediente colateral, y pecado gravísimo, de cerrar el sistema y proscribir el ejercicio de la oposición.
A pesar de los destellos de inserción de nuevas ideas, movimientos disidentes y esfuerzos renovadores, como el MRL, el Nuevo Liberalismo y el Movimiento de Salvación Nacional, los dos partidos tradicionales no pudieron evitar la pérdida de identidad, el hastío, el deterioro de la confianza ciudadana y una severa crisis de representación, que condujeron a una especie de consenso sobre la necesidad de abrir el espectro para facilitar una transición al multipartidismo. Proceso que si bien ha generado la simiente de nuevos partidos, hasta ahora apenas ha alcanzado a producir una proliferación de empresas electorales que entrecruzan sus intereses en un tejido suelto y desteñido, difícil de descifrar.
Con motivo de la campaña presidencial de los Estados Unidos, seguida cada vez con mayor interés y entusiasmo desde las veredas tropicales, ha aparecido otra vez en nuestro medio la referencia al bipartidismo, no ya como reflejo del que tuvimos, sino como cuadro sorprendente de conexiones sentimentales entre protagonistas de nuestra vida pública y los partidos Demócrata y Republicano, que aquí no existen, pero parecieran tomar vida por los sentimientos que han logrado despertar.
Las pasiones propias del fenómeno populista que castiga hoy a la democracia norteamericana parecerían haberse extendido entre nosotros, como lo ilustra una especie de orgullo por el conocimiento de esos partidos ajenos, y la exigencia de toma de posición frente a sus opciones políticas. De manera que ahora se habla aquí de una “política bipartidista” para referirse a la urgencia de mantener excelentes relaciones con los partidos protagonistas del bipartidismo estadounidense.
Si a lo anterior se suma la referencia a las Cortes y otras instituciones de ese país, como si tuvieran jurisdicción sobre nosotros, y la gala que se hace del conocimiento de ellas, se completa un cuadro sutil de alienación paulatina que no deja de desdibujar la exclusividad de nuestra obligación de acatamiento a las instituciones que regulan, aquí, nuestro propio destino. Al punto que ya no produce conmoción, por ejemplo, que se tiendan a aceptar los requerimientos de esas Cortes extranjeras para juzgar allá primero a quienes sean requeridos también por nuestra justicia. Como si el primero de nuestros compromisos no tuviera que ver con nuestra propia institucionalidad.
En lugar de andar pensando en qué política seguir frente a los dos grandes partidos históricos de los Estados Unidos, de entrometerse en los procesos políticos internos de ese país, o de recomendar una “política bipartidista” relacionada con ellos, bajo el hechizo de una especie de afiliación romántica, pragmática, sentimental y subyugada, deberíamos ocuparnos de fortalecer nuestros partidos, para que sean democráticos y se sepa por fin qué piensan y qué proponen, de manera que sobre la base de esa claridad tengamos gobiernos con propósitos depurados y conocidos, y para que haya un espacio amplio para el ejercicio de la oposición, única forma de avanzar de verdad en nuestro desarrollo democrático.