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Bosnia hierve a la sombra de Ucrania

Eduardo Barajas Sandoval

15 de febrero de 2022 - 12:00 a. m.

Bosnia hierve de nuevo, bajo la sombra de la crisis de Ucrania. Los acuerdos, siempre imperfectos, que fueron útiles en su momento para detener la violencia, requieren de voluntad y esfuerzos renovados para darles vigencia lo más que se pueda.

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La voluntad de una paz continuada se verá siempre amenazada por rencillas, y también por temores que con frecuencia pueden superar más fácilmente los pueblos, en su inocencia y sus tradiciones de convivencia, que los políticos, en su condición de aves rapaces. Esa voluntad comienza a flaquear en Bosnia Herzegovina debido a la presencia, otra vez, de los radicalismos nacionalistas.

Los serbios de Bosnia, y como los croatas, no han dejado de moverse en la dirección de su propio egoísmo, que puede conducir a la disolución del estado tripartita que esas dos comunidades comparten con la comunidad de los bosnios a partir de los Acuerdos de Dayton, que pusieron fin a la guerra de hace treinta años. Otra vez se levanta la voz desgarrada de los bosnios, lo mismo de eslavos que las otras dos comunidades, pero musulmanes en virtud de la herencia de la ocupación turcotomana de los Balcanes, para denunciar un proceso que podría llevar de nuevo a la guerra.

Los Acuerdos de Dayton que pusieron fin al conflicto de los años noventa, surgido de la rapiña que trajo la disolución de Yugoslavia al impulso de los nacionalismos, crearon un estado de cosas ciertamente muy complejo. Según ellos, se organizó un Estado, Bosnia Herzegovina, compuesto por dos entidades principales: la República Srpska, dominada por los serbios, cristianos ortodoxos, y la llamada Federación, dentro de la cual los bosnios musulmanes comparten el poder con los croatas de Bosnia, que en su mayoría son católicos.

Se trató sin duda de armar un complicadísimo “Ménage à trois” (triángulo amoroso), entre esas comunidades, es cierto, pero fue entonces la única fórmula que se pudo conseguir bajo el padrinazgo de Bill Clinton, Jacques Chirac, Helmut Kohl, John Major y Felipe González. Cuando en 1995, después de tres años de horror y más de cien mil muertos, se logró sentar en la misma mesa a Slobodan Milosevic, de Serbia, Franjo Tudjman, de Croacia, y Alija Izetbegovic, de Bosnia, y hacerlos firmar los acuerdos, estaba de por medio “el poderío político, moral y militar” de países comprometidos con la democracia que, a partir de ese momento, adquirieron una obligación histórica de trabajar para que se cumpla lo pactado.

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Los acuerdos adoptaron previsiones sobre el respeto mutuo entre Bosnia Herzegovina y lo que quedaba de Yugoslavia, aspectos militares, estabilidad regional, fuerza internacional con poderes para intervenir drásticamente y evitar enfrentamientos y masacres, límites internos, elecciones, aspectos constitucionales, derechos humanos, refugiados y desplazados, y la designación por parte de Naciones Unidas de un Alto Representante de la Comunidad Internacional encargado de coordinar y facilitar los aspectos civiles, la ayuda humanitaria, la reconstrucción económica, la protección de los derechos humanos y la celebración de elecciones libres.

Milorad Dodik, el actual miembro serbio de la presidencia tripartita pactada, busca recuperar poderes para su “República Sprska”. Por ejemplo, quiere revivir un ejército aparte, que a los ojos bosnios sería la resurrección del que en 1995 protagonizó el asesinato de más de ocho mil hombres y niños bosnios musulmanes. También quiere cambiar leyes electorales y, en últimas, buscaría hacer tolda aparte. Para adornar sus propuestas ha organizado desfiles y ejercicios militares que recuerdan exactamente el montaje del aparato que destruyó a Sarajevo y dejó miles de víctimas civiles. Los croatas de Bosnia, por su parte, se benefician por ahora de la unidad de circunscripción electoral con los musulmanes, pero estarían marcando puntos diferenciales que darían al traste con la Federación de la que son socios. De manera que se van dibujando otra vez los elementos separatistas que en su momento dieron lugar a la guerra.

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Todo eso sucede en el tono dramático que marca las controversias en los Balcanes, particularmente presente en el seno de la sufrida sociedad serbia, que se siente incomprendida y perseguida por las grandes potencias y debe afrontar problemas de supervivencia en escenarios como el del Kosovo, donde su comunidad es también minoritaria frente a la albanesa. Situación que, en cambio, comprende muy bien la madre Rusia, dispuesta a defender a Serbia por la tradición, la condición eslava y la ortodoxia cristiana que les ha unido a lo largo de los siglos.

Se configura entonces allí un nuevo escenario de confrontación de Rusia con Occidente, al que se puede sumar China, que el año pasado planteó, apoyada por Rusia, una decisión del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que, de haber sido aprobada, habría acabado con la Oficina del Alto Representante de la Comunidad Internacional en Bosnia, con el peregrino argumento de que los habitantes del país se las podían arreglar por su cuenta.

Lo cierto es que en Bosnia Herzegovina existe el peligro de una nueva edición del drama de los años 90, cuando los bombardeos serbios de Sarajevo, desde el cobarde confort de las colinas cercanas a la ciudad, los campos de concentración de bosnios musulmanes, y el exterminio de hombres y niños de esa comunidad, bajo las narices de las tropas de Naciones Unidas, asombraron al mundo. Por eso son muchas las voces que se levantan para advertir sobre la gravedad de la situación y evitar que se pase por encima de las lecciones de la historia.

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Mientras la atención del mundo se centra en el montaje, propio de Hollywood, que parecería destinado a presentar las cosas como un nuevo triunfo de occidente ante la amenaza rusa de invadir a Ucrania, los principales actores de la política y la seguridad en Europa no pueden olvidar su obligación de evitar que las sombras eclipsen lo que está sucediendo en Bosnia, donde hay que actuar para reparar cuanto antes las fisuras que presenta el esquema pactado bajo la bendición de occidente hace 27 años.

Sopesando el grado de cumplimiento de los compromisos por cada una de las partes, reconociendo sus preocupaciones y temores, sin maltratar a los serbios, cuya proverbial sensibilidad hay que tener en cuenta, y sin dar lugar a que alguien se sienta perseguido y busque anticiparse por la fuerza a reivindicar sus ambiciones a costa de otros, los líderes de los mismos países promotores y padrinos de los acuerdos de Dayton deben actuar ahora mismo, en cumplimiento de una responsabilidad histórica y humanitaria, para detener de una vez el proceso que podría llevar a una nueva guerra.

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A los acuerdos que permitieron la paz hace casi tres décadas hay que darles actualidad y futuro. Ciertamente es una tarea difícil, pero más difícil sería más tarde verse obligados a intervenir después de una tragedia que todavía se puede evitar.

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