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Candidatos acorralados

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Eduardo Barajas Sandoval
19 de abril de 2010 - 09:18 p. m.
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Un candidato sano y serio puede hacer palidecer a los campeones de la política tradicional.

A la hora de los debates, el público advierte con facilidad las respuestas estereotipadas entre contrincantes que son predecibles porque repiten un discurso que no tiene nada de nuevo ni de diferente y que condena a todo el mundo a recibir más de lo mismo. Con lo cual no sólo se niega el cambio, sino que se anuncia la reiteración de las equivocaciones del pasado, sin esperanza de que algo verdaderamente nuevo vaya a suceder.

En desarrollo de las campañas electorales, los políticos que representan partidos tradicionales pueden tener la ventaja de contar con aparatos capaces de conseguir votos. Pero al mismo tiempo llevan la carga de la desventaja que representan viejas promesas incumplidas. Con el inconveniente adicional de verse obligados a reiterar el discurso característico de sus agrupaciones políticas, que por lo general se encierra en una serie de postulados que dejan poco espacio para la innovación.

Los políticos que representan agrupaciones nuevas, o que no han tenido oportunidad de gobernar, tienen la desventaja de no haber ejercido el poder y de carecer de la experiencia que su ejercicio implica. Pero al tiempo cuentan con el beneficio de no tener deudas pendientes con el electorado y encarnar la esperanza de que, de recibir la oportunidad, podrán llevar a cabo un proyecto que evite las equivocaciones de quienes han gobernado tanto que tienen poco margen para presentar propuestas creíbles, que arreglen, ahora sí, problemas que antes no fueron capaces de resolver.

El primer debate televisado entre los líderes de los principales partidos políticos de la Gran Bretaña, con miras a las elecciones generales que se avecinan, parece haber dado como ganador al joven líder del partido Liberal Demócrata, Nik Clegg. Los candidatos de los tradicionales partidos Laborista y Conservador, el primero en condición de Primer Ministro y el segundo de líder de la oposición, terminaron enfrascados en una disputa ya tradicional, de las que los ciudadanos de pronto están hastiados. Lo que parece haber llevado a los posibles electores a mirar hacia las propuestas frescas de un tercer partido, que en el empeño de un trabajo muy serio puede haber acumulado un capital político que le haría capaz de gobernar.

La veteranía de Gordon Brown, luego de haber tenido a su cargo el manejo de la economía a lo largo del extenso gobierno de Tony Blair, y de haber ejercido el poder como Primer Ministro desde hace casi tres años, le permitió posar de maestro veterano frente al novel jefe del Partido Conservador, David Cameron, y al también joven Clegg, en una especie de examen en materia de gasto público en el que pretendía confrontar sus realizaciones con las promesas de los candidatos a reemplazarlo.

Todo lo que consiguió Brown fue, a juzgar por las encuestas posteriores al debate, un segundo lugar. Porque el primer puesto fue para el jefe de los liberales demócratas, cuya actuación fue calificada como brillante no sólo por el público sino por sus dos contendores. Con lo cual se perfila una situación inédita en la vida política reciente del Reino Unido, en cuanto un resultado electoral que llegase a favorecer a los liberales, sin darles al mismo tiempo una mayoría contundente, significaría no sólo un cambio radical del parecer de los electores, sino un reto político e institucional de gran envergadura para el establecimiento británico, acostumbrado al predominio de los dos grandes partidos, con pequeños espacios para partidos menores que hasta ahora jamás habían llegado tan lejos.

Pero la trampa en la que cayeron los jefes de las agrupaciones tradicionales no provino necesariamente del brillante Clegg. La piedra amarrada al cuello, que difícilmente les permitirá flotar y sobreaguar, no es otra que el enorme acumulado de insuficiencia para cumplir promesas pasadas y de la falta de credibilidad que proviene del simple hecho de decir ahora lo mismo de siempre, en el uso de ese lenguaje que sólo puede entusiasmar a los electores tradicionales, que ponen por delante la fidelidad a su partido y una confianza ciega en sus líderes, aunque en el fondo abriguen dudas sobre la conveniencia de mantenerlos.

Como en todas partes, la llegada de un candidato que represente una alternativa decente y practicable de gobierno reanima el ambiente político. Y aunque a la larga terminen ganando las fuerzas tradicionales, la existencia misma de alguien nuevo y la puesta en el escenario de interpretaciones distintas y frescas de la realidad ya es una ganancia para todos. En todo caso, y en cualquier lugar, si a la hora de la verdad los ciudadanos se decidan a darle opción de poder a un candidato diferente, mientras los tradicionales se quedan encerrados en el corral de la caducidad de su discurso, tanto mejor.

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