En rincones insospechados del antiguo tercer mundo no ha faltado quien se haya sentido muy a gusto con la presidencia de Donald Trump. Su partida ha sido motivo de sentimientos confusos para campeones gratuitos de una causa que se convirtió en la suya, a pesar de que el slogan principal del controvertido presidente era el de poner a los Estados Unidos por encima del resto de las naciones. En todo caso, allí están en este momento dedicados al duelo de su salida, con la esperanza de que algún día retorne al poder, de pronto para que les haga favores que en su tiempo no alcanzó a consumar.
Chris Oyakhilome, conocido tele pastor nigeriano, lleno de carisma, pedía hace unos meses, en plena campaña presidencial de los Estados Unidos, orar por Donald Trump porque “cuando Dios pone a uno de sus hijos en una posición, el infierno algunas veces hace todo para destruirlo”. Sin tener en cuenta los comentarios peyorativos hechos por el entonces presidente estadounidense hacia unos cuántos países, en el continente africano, y en otros, hubo entusiastas que guardaron hasta último momento la ilusión de que fuera reelegido y terminaron por sumarse a las huestes de quienes piensan que el pobre gobernante, a pesar de tener el poder en sus manos, fue objeto de un monstruoso fraude, aunque nadie haya podido demostrarlo.
¿Cuál sería el hilo que pudo unir a un magnate inmobiliario, que resolvió aventurarse en la política, con militantes externos de su causa que ni siquiera podrían votar por él? Con la idea dominante de “América Primero”, esto es en nuestro idioma “Estados Unidos primero”, no se sabe cómo irían quedando sus propios seguidores africanos, europeos o latinoamericanos en ese desfile. Y si su propuesta fundamental es la de hacer a “América grande otra vez”, concentrada en una grandeza pasada que ni siquiera Trump fue capaz de definir, vaya uno a saber cuál sería el lugar que le pudiera corresponder a uno u otro país periférico frente a un argumento arrollador de supremacía que de ninguna manera haría excepciones, para no incurrir en una contradicción elemental.
Mirado el espectáculo desde lejos, podría decirse que los actos del ex mandatario difícilmente serían motivo de atracción, salvo que se haga caso omiso de la apoteosis de la mentira, utilizada miles de veces sin rubor, la discriminación hacia latinos, negros y musulmanes, el trato indecoroso de la figura femenina, a juzgar por sus propias recomendaciones sobre la forma de tratar a las mujeres y por la secuencia de arreglos para comprar su silencio, la construcción de muros para separar al país del norte con el resto de las Américas, el drama de niños retenidos y aislados en la frontera, y el orgullo de no pagar impuestos, como si el irrespeto a la institucionalidad y a la contribución al bien colectivo fuesen secundarias frente a la astucia de evadir.
Si se trata de la forma de gobernar, y de conducir a su país en el complejo escenario de la vida internacional, no se sabe qué tanto haya podido atraer su desconocimiento del mundo y de los “deberes” que su país fue acumulando hasta convertirse en una super potencia, que mal podría seguirlo siendo desde el aislamiento. Y qué puedan pensar del desprecio por los aliados y el abandono de compromisos internacionales, entre otros el de contribuir a la tarea de instituciones que, como la Organización Mundial de la Salud, juegan un papel importante en la defensa del género humano frente a una agresión universal. En otras palabras, no se sabe cómo les sonaría una orquesta puesta a cargo de alguien que no estudió música jamás.
Enemigos de la globalización, que pretenden tapar el sol con una mano, de pronto nostálgicos de la era de las naciones apartadas, peleando entre ellas por sobrevivir, o por imponer a otras sus dictados, no parecerían advertir que la retirada de los Estados Unidos de una serie de foros como el del cambio climático, o el de la OMS en plena pandemia, no son para nada gestos constructivos en busca de un mundo mejor. Además, tal vez no caen en cuenta de que cada espacio que los Estados Unidos abandonen representa disminución de su prestancia, influencia y poder en diferentes sentidos, y que ello de ninguna manera conduciría al desmonte de una globalización que seguiría su marcha tranquilamente, sin el estorbo de una antigua potencia, ahora renegada del mundo que ayudó a construir.
No resulta fácil entender la forma como los seguidores periféricos de Trump interpretan su discurso político deshilvanado, sus falacias, y sus afirmaciones contundentes en contra de toda evidencia. Tal vez a muchos de ellos les hayan ayudado la brevedad y la sencillez de su vocabulario, reducido a términos predecibles, metidos en trinos o soltados al aire como ráfagas de argumentos fáciles de entender por cualquier “outsider” de la política. A lo mejor por eso precisamente pudo llegar a representar en su país, y a cautivar por fuera, a seres que se identifican fácilmente con su discurso elemental sobre las cosas públicas.
Mucho más difícil aún es entender cómo puede ser admirable la incitación pública, ante el mundo entero, por parte del presidente de una de las democracias aparentemente más consolidadas, para que una masa furibunda se trasladara al Capitolio a interferir en el proceso de reconocimiento de los resultados electorales, como si con ese gesto se estuviera jugando su última carta en una partida que perdió desde un principio y trató de revertir, infructuosamente, por todos los medios, inclusive el de pedir que le encontraran votos donde fuera. ¿Será que, entre la cauda tercermundista, hay quienes se identifiquen con los “trumpistas” de cuernos y cara pintada que irrumpieron en los recintos del Congreso de los Estados Unidos para profanar el escenario del legislativo cuando se ocupaba de refrendar el resultado de las elecciones?
Salido Donald Trump de la presidencia, a punto de ser juzgado por incitar a la revuelta contra las instituciones de su propio país, marginado por las redes sociales en virtud de una especie de juicio privado y sumario, que no dejó de ser ajeno a consideraciones políticas, deja en todo caso una cauda de millones de personas en su propio país, que estarían dispuestas a darle al menos una mirada a la opción de volverlo a apoyar en un eventual reintegro a la vida política. Seguramente sus seguidores extranjeros estarán también haciendo sus propias cuentas, esperanzados todavía en el arreglo de problemas relacionados con sus países de origen.
A pesar de todo lo anterior, nada más equivocado que pensar que con la ida del personaje desaparecerían problemas de los cuáles él no ha sido más que un síntoma. Sin entrar en elucubraciones futuristas sobre el pintoresco, o grotesco, personaje, quedan expósitas al menos dos de las causas del apoyo popular que le llevó a la presidencia de su país y que tienen de alguna manera vigencia en muchas otras partes: el disgusto popular en contra de la clase política tradicional, desprestigiada prácticamente en todos los países, y una especie de insurgencia ondulante contra el poder de los medios de comunicación tradicionales, que por bien que hagan su oficio están expuestos a la competencia desordenada de las redes sociales, y pueden ser fácilmente objeto de manipulación por parte de jefes políticos que encuentran allí oportunidad para pescar en río revuelto.