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El mundo anda tan despistado que todo aquel que se manifieste en favor de la paz corre el riesgo de ser considerado anacrónico, iluso, equivocado, cursi o subversivo; como si el estado normal de la humanidad tuviese que ser el de la confrontación y la presencia fatal de la guerra.
En términos de las Naciones Unidas, el 21 de septiembre ha debido celebrarse en todo el mundo el día de la paz. Desde 1981, en una época en la que el tema estuvo de moda, se acordó que en esa fecha todas las naciones, según sus circunstancias, pensaran al menos en hacer un alto al fuego, se manifestaran a favor de la paz, o al menos reflexionaran sobre el valor que tiene ese bien que no sólo se manifiesta por la ausencia de tiros sino por un estado de ánimo, o mejor del alma.
No se sabe si los promotores de la idea tuvieron en cuenta que la fecha señalada tiene un alto significado cósmico, en cuanto los hemisferios norte y sur presentan justo entonces la misma orientación con respecto al sol y por lo tanto el planeta observa una simetría y un equilibrio que algún significado debe tener.
Sin perjuicio de consideraciones cósmicas o esotéricas, el propósito de promocionar la reflexión sobre la importancia de la paz y sobre todo la realización de exámenes de conciencia sobre la situación de cada sociedad en esa materia, debería merecer la atención de todos los ciudadanos del mundo, incluyendo, y con mayor razón, a los promotores y defensores de la guerra.
El hecho de que la fecha haya pasado prácticamente desapercibida debe ser motivo de preocupación. Tal vez indique que los líderes de la humanidad, y los comunicadores que ayudan a mover la opinión, tienen en el momento otros intereses. O que no quieren pasar la vergüenza de ser juzgados por lo que han dejado de hacer, es decir por no realizar esfuerzos, ni presentar reclamos, a favor de la paz.
Un artista colombiano se convirtió por estos días, contra viento y marea, en la única figura internacional interesada en hacer una convocatoria a la que concurrieron músicos entusiastas y millones de personas directamente o por televisión, aunque fuese por curiosidad, para cantarle a la paz. En su patria, agobiada por una de las guerras más largas y corruptas de nuestra época, el tema pasó desapercibido, salvo por el concierto, por las invocaciones de las asociaciones de víctimas y por las autoridades de Medellín, en asocio de Geremy Gilley.
En la patria del ahora famoso Juanes se desarrolla una extraña pre campaña presidencial en la que todos los candidatos se presentan en público con una timidez que no se compadece con las complejidades del país. Nadie se atreve a decir cosas originales, y nadie osa hacer una propuesta de paz. Tal vez porque, dado el proceso histórico reciente, hablar de ello es lo que menos daría votos en medio de una sociedad a la que aparentemente llegaron a convencer de que la mejor forma de arreglar los problemas es insistir en el uso de la fuerza.
La Constitución colombiana se expidió, como lo dice su preámbulo, con el fin de garantizar la paz. También la consagra como un derecho y como un deber de obligatorio cumplimiento. Establece que la educación debe formar en el respeto a la paz. Y pide que personas y ciudadanos propendan por el logro y mantenimiento de la paz. Se trata entonces de una tarea de todos, y en particular, por razones obvias, de quienes están, o aspiran a estar, investidos de funciones públicas. Es decir que el conjunto de los gobernantes y de los miembros de la clase política, y de la dirigencia cívica del país, tienen que hacer en ejercicio de su liderazgo natural, lo que esté en sus manos, sin pausa ni disculpa, por conseguir la paz. Sin que eso signifique claudicar en la defensa de la institucionalidad, sino precisamente lo contrario, es decir hacerla vigente, válida, útil al bienestar de todos los miembros de la sociedad. Por eso muchos de ellos, en lugar de andar pendientes de acomodar la Constitución a sus intereses, deberían preocuparse primero que todo por cumplirla.
