Jean-Luc Godard y William Klein registraron desde ángulos insospechados imágenes de los mundos que vieron, y de los que inventaron.
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Iconoclastas y fundadores de nuevas tradiciones de apertura y libertad, se convirtieron en reinventores del cine y la fotografía, con el despertar de inquietudes y la combinación de factores que vinieron a cambiar esas artes para siempre. Discípulos suyos fueron portaestandartes de ese mismo impulso al comienzo del nuevo milenio y ahora tienen millones de imitadores improvisados en el espacio ampliado de expresión de las redes sociales.
Como si se hubieran puesto de acuerdo para cerrar a un mismo tiempo el ciclo de sus vidas nonagenarias, ambos murieron la semana pasada después de haber contribuido a toda una serie de transformaciones que comenzaron con el hecho de llevar a la calle la toma de imágenes que hasta entonces se realizaba en estudios y laboratorios excluyentes. Tarea que continuó con la exploración de las imágenes de la vida cotidiana, los movimientos sociales y las actividades callejeras, que les permitió poner al descubierto luces y sombras de la condición humana y contenidos teatrales de los actos colectivos.
Con la complicidad de seguidores enriquecidos en el alma con las experiencias estéticas que transmitieron sus íconos revolucionarios, Godard y Klein contribuyeron a la ampliación de ese gran diccionario de significantes y significados que desde entonces integra lenguajes visuales, orales y escritos, para describir e interpretar la vida contemporánea.
Godard, parisino y también suizo, originalmente crítico de cine, se convirtió en uno de los pioneros de “la nueva ola” cuando irrumpió con su película “À bout de souffle” (Jadeante). En esa obra, a partir de un argumento abandonado por Truffaut, una muchacha involucrada amorosamente con un pequeño criminal que huye de las autoridades por haber abaleado a un policía termina por traicionarlo, y con ello permite que lo den de baja en plena calle.
Desde entonces, su trabajo se valió de una y otra excusa argumentativa para experimentar la realización de cine en escenarios del espacio público y resaltar imágenes de la cotidianidad, con libretos que les iba dictando a los actores a la hora de filmar con cámaras portátiles que se movían constantemente, y que para la época eran toda una innovación.
Había nacido una nueva gramática de la cinematografía, llena de espontaneidad que en ocasiones llegó a molestar a los actores, que acudían al trabajo sin saber exactamente qué les pondría a decir en escenas de largometrajes que más parecían de documentales. Ana Karina, Brigitte Bardot y Jean Paul Belmondo pasaron por esa experiencia. Todo según el ánimo de un director que se atrevió a decir, sin rubor, que “una historia debe tener por supuesto un principio, un desarrollo y un final, pero no necesariamente en ese orden”.
La edición del material recogido era consecuente con esa locura y se realizaba generalmente con el abandono de la delicadeza tradicional de hacer casi imperceptibles, o suaves y plenamente justificados, los cambios de ritmo, de discurso y de locación. Era la ruptura de reglas innecesarias y la apertura hacia el disfrute de hacer y vivir el cine con mayores dosis de libertad, mediante una mezcla no lineal de tiempo y espacio.
Godard no vaciló en incorporar a su obra actores de la vida real, como los Rolling Stones, e intentó infructuosamente conseguir que Richard Nixon aceptara interpretar al Rey Lear. Últimamente concibió una película en tercera dimensión en torno a su propio perro, bajo el título de “Adiós al lenguaje”.
Como artista callejero se fue con su cámara portátil a grabar las imágenes de los estudiantes protagonistas de batallas campales y concursos de ingenio de Mayo 68 en París. Movido por el interés en la defensa de causas que consideraba justas y por el deseo de cuestionar creencias que no concebía posibles, se vinculó a la denuncia de desmesuras gubernamentales inhumanas, o a la contradicción de dogmas religiosos, con agudeza que le mereció el reproche de las correspondientes autoridades. Su salida más relevante como activista político pudo haber sido la de participar, precisamente con William Klein, en la producción de “Far from Vietnam”, que en 1967 congregó a una constelación de directores hastiados con esa guerra infame que estremeció al mundo para nada.
Hasta muy entrado en años continuó con su manía de innovar, de cambiar parámetros y de hacer propuestas alternativas. Por eso, después de al menos cien obras, entre largometrajes, documentales, cortos y series de televisión, recibió varios premios, entre ellos un Oscar honorífico “por su pasión, su deseo de confrontación y su nuevo tipo de cine”. Honores que quiso dejar atrás al pedir que se le ayudara a poner término a su vida, después de nueve décadas de presencia en este mundo que quiso interpretar y mostrar a su manera.
William Klein, por su parte, revolucionó la fotografía desde cuando se hizo presente con la revelación de imágenes tremendas de la vida urbana, resaltadas en esa escala que literalmente “pone las cosas en blanco y negro”. También incursionó con su propio lenguaje innovador y señalador de fronteras en el mundo de la fotografía de la moda, en la pintura, la publicidad y el cine.
Fue maestro de la captura gráfica de momentos impactantes para poner al descubierto las emociones de la cotidianidad con la crudeza de reportajes que mostraron las contradicciones presentes en las calles, a donde llevó a las modelos de la alta costura a medirse ante transeúntes portadores de la moda que cada quién lleva puesta.
Neoyorquino, de la comunidad judía, descubrió temprano la riqueza del ambiente francés, y fue allí donde estableció su epicentro y desarrolló la mayor parte de su trabajo. Nada mejor para un futuro maestro de las imágenes que haber comenzado con estudios de pintura, como lo hizo Klein en condición de afortunado alumno de Fernand Léger, para pasar luego a la fotografía de gran formato y convertirse en cazador de imágenes de personajes y acontecimientos con maestría en la revelación de esos secretos que la gente lleva puestos y solamente una cámara oportuna puede advertir.
Al entrar en aquel mundo ávido de fotógrafos que vean lo que otros no pueden ver, le llamaron primero a trabajar para Vogue, y entró con ello al carrusel de la moda, del que no volvió a salir, pero siempre fue capaz de apreciar con ese ojo crítico y burlón que le caracterizaba y que mantuvo alerta hasta su muerte.
Federico Fellini cayó en su momento bajo el embrujo de sus íconos y le llevó como asistente en una de sus películas. De allí resultó su trabajo de un libro sobre Roma, que se extendió más tarde a Tokio y Moscú. Seducido a su vez por la magia contagiosa del cine, aprovechó para tramitar por ese medio algunas de sus múltiples incursiones en la burla del artificio de la moda excluyente.
Sin miedo por adentrarse en laberintos que algunos consideran parte del reino de la frivolidad, dirigió películas publicitarias para grandes marcas, y de allí dio el salto a la denuncia de fenómenos políticos con críticas expresadas a través de documentales, como aquel famoso sobre la guerra de Vietnam y otros en favor de las comunidades negras marginadas de su país natal, de algunos de cuyos personajes simbólicos llegó a ser amigo.
Puntual, preciso, con los matices puestos ahí de una vez en cada fotografía, sin necesidad de palabras, y con capacidad inaudita para mover de manera diferente y libre el cerebro de cada espectador, Klein tuvo el privilegio de realizar su contribución al desarrollo de las artes “sin reglas, sin prohibiciones y sin límites”, como lo proclamó hasta cumplir 96 años de una vida que bien valió la pena y terminó en discreto silencio.
La partida de esos dos gigantes, rebeldes, transformadores, creativos y visionarios deja el buen recuerdo y el ejemplo de quienes fueron capaces de mover hacia adelante las fronteras del registro de las complejidades de la condición humana en sus dimensiones individuales y colectivas.
Klein había tomado en 1960 una fotografía de Godard, en blanco y negro, con sus gruesos anteojos de la época ligeramente oscuros y en la boca un cigarrillo encendido, enmarcado por dedos nerviosos listos a recibirlo. Con esa imagen, renovada en posteriores ocasiones, contribuyó no solamente a su presentación en público como director de cine con motivo de la aparición de “À bout de souffle”, sino que puso la primera cuota de una relación atada por la coincidencia en la dedicación al manejo de imágenes, que en la memoria de discípulos y admiradores les unirá para siempre.