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Eco de cantos de libertad

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Eduardo Barajas Sandoval
20 de julio de 2021 - 03:00 a. m.
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Es posible que las revoluciones terminen por conseguir algo muy distinto de lo que se propusieron. Con frecuencia, la marcha de la historia, propia y ajena, y los altibajos del liderazgo, terminan por estancarse en una especie de conservadurismo que no ruboriza a quienes gobiernan con delirio mesiánico cuando tratan de acomodar y hacer valer un solo discurso ante toda circunstancia, y contra toda evidencia.

En los años que precedieron al último cambio de régimen en los países de la Europa Oriental, hasta entonces vinculada por la fuerza al bloque soviético, corrían en paralelo diferentes discusiones en torno a la manera como se podría profundizar el modelo político y económico del “socialismo real”, ante la crisis que había ya motivado las acciones pretendidamente salvadoras de Mihail Gorbachov.

En medio de esas discusiones, que contemplaban fórmulas diferentes dentro del espectro de una misma doctrina económica, con su correspondiente complemento político, apareció una tendencia que advertía la proximidad del cierre de un capítulo de la historia. En esa perspectiva, la discusión sobre el grado de profundización del mismo modelo cerrado e inamovible, que cada vez daba más muestras de ineficacia y caducidad, pasaba a ser irrelevante. En su lugar, aparecía más bien la urgencia de concentrarse en discutir sobre la forma como se podría avanzar, en lo político y en lo económico, en el camino hacia un entorno con elementos cada vez mayores de apertura y libertad.

En lugar del reformismo tibio de quienes veían en peligro su poder y sus privilegios, aparecieron liberales y socialistas formados en las escuelas tradicionales de cada régimen pero interesados en descubrir fórmulas para un cambio más profundo. Dicho cambio debía ir acompañado, no por alienación sino por convicción, de mecanismos de acción política distintos del ejercicio del poder en una sola vía, a partir de la inspiración de unos iluminados que se reservaban el privilegio de señalar de manera indefinida el rumbo de su respectiva nación.

Los promotores de esa causa liberal jamás proclamaron el abandono de los intereses de la clase obrera en países que, en su mayoría, habían hecho bien que mal el recorrido típico de diferentes modos de producción, a partir del medieval, pasando por la formación de estados nacionales, la decantación de las pugnas de aristocracia y burguesía y el surgimiento de un avance capitalista que alcanzó a generar un proletariado digno de figurar en cartillas de historia.

La postura liberal implicaba, más bien, que era preciso tramitar, desde diferentes frentes, una revuelta anti autoritaria. Buscaba una sociedad abierta, imposible de tapar con los velos de un dogmatismo trasnochado que veía en ella, paradójicamente, la representación de una serie de defectos reprochables en contra de los intereses populares. Había llegado el momento en el que la policía secreta, y los mecanismos de delación destinados a silenciar contradictores, no eran suficientes para sostener ningún proyecto económico y mucho menos político.

Naturalmente, el hecho de que surgieran argumentos y documentos que sustentaban esa causa, representaba una auténtica amenaza para los adalides de un conservatismo dogmático que se habían anquilosado en el poder. Curiosamente les quedaba difícil entender que el esquema de disciplina social que les había permitido mantenerse vigentes, sobre la base del autoritarismo y la represión, tenía asombrosos denominadores comunes con regímenes de extrema derecha que para la época campeaban en otras partes del mundo, solo que con apellido político diferente.

Es apenas natural que, con motivo de esa controversia, se haya desatado una dura disputa en el orden discursivo, en busca de conseguir el favor de una opinión pública que, desde la oscuridad, comenzaba a ver la pequeña luz de un cambio posible. Competencia de argumentos que, aún dentro de los limitados espacios de la época, cuando las redes sociales de hoy no tenían equivalente, era necesaria y al tiempo imposible de suprimir, pues ya se sabe que el hecho de silenciar a la contraparte puede resultar exitoso por un momento, pero a la larga es un método de siembra que termina por multiplicar la planta que se había logrado enterrar.

Entonces era preciso volver a discutir qué era lo que se habían propuesto los fundadores de los diferentes regímenes de la región. Qué había pasado con esos propósitos. Qué vigencia tenían a esas alturas de la historia. Qué les hacia falta para conseguir la felicidad de la gente. Cuáles eran las falencias del modelo económico y las precariedades del sistema político. Esas fueron las discusiones que plantearon, entre otros, cada uno a su manera, Vaclav Havel, Adam Michnik, y los premios Nobel Czeslaw Milosz y Lech Walesa, con el riesgo de ser considerados traidores, además de agitadores pagados por el enemigo.

En medio de esa controversia, a nadie se le ocurrió pregonar que los partidos comunistas no podían seguir exitosamente en el gobierno y cumplir con su sueño político mientras los campeones del capitalismo los mantuvieran bloqueados económicamente; esto es, en otras palabras, mientras no les dieran permiso o les facilitaran continuar con su proyecto. Nadie les habría podido creer semejante excusa, que llevaba implícito el desprestigio que representaría la imposibilidad de que el sistema que con tanto ardor defendían pudiera tener éxito por su propia cuenta. Como si estuvieran reconociendo que el socialismo real no podría subsistir sin el complemento y el apoyo tácito del capitalismo.

Tres décadas más tarde, suena todavía el eco de esos reclamos en busca de una sociedad libre dentro de un estado de derecho, como propósito de auténtica índole democrática. Ningún argumento peregrino en contra de peticiones populares en busca de esa sociedad, formuladas con el lema y bajo la bandera de la libertad, podrá detener la depuración política que tarde o temprano se tiene que dar conforme a la lógica de la historia.

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Magdalena(45338)20 de julio de 2021 - 10:29 p. m.
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