Gobernantes y campeones tienen obligaciones que van más allá de tomar decisiones y ganar competencias. Su condición de figuras públicas, quiéranlo o no, implica que lo que hagan o dejen de hacer representa un ejemplo para la sociedad. De ello deberían tener conciencia.Y no se sabe qué será peor, si el hecho de no tenerla, o el de que eso les importe poco.
Novak Djokovic, número uno del mundo del tenis, y Boris Johnson, primer ministro británico, han ocupado los primeros lugares en los noticieros internacionales, por encima de tragedias, conflictos y peligros de guerra, por aparecer involucrados en eventos revestidos de irregularidad. La publicidad misma que han recibido es prueba de la relevancia que tienen los actos de personas de su condición en el ánimo de la gente, más allá de la dosis de farándula que pueda envolver el trabajo de cada uno.
El primero viajó a Australia con el interés de ganar el primar “grand slam” del año y superar a todos los tenistas de la historia en el número de títulos ganados en esa categoría. Hasta ahí todo bien. Sólo que se fue sin cumplir estrictamente con los requisitos de vacunación exigidos para entrar al país austral, que ha mantenido a sus propios ciudadanos bajo las medidas más estrictas de confinamiento a lo largo de la pandemia de los últimos años, y a la hora de entrar al país incurrió en imprecisiones ante las autoridades de inmigración.
El segundo asistió al menos a una fiesta en su propia casa de gobierno, mientras los demás británicos estaban obligados, según decisión del mismo primer ministro, a guardar el más estricto confinamiento, que él ha debido ser el primero en cumplir. Además, se vino a saber que, en la misma casa de 10 Downing Street, se realizaron en plena pandemia varias fiestas, en contra de las limitaciones exigidas por el mismo gobierno, inclusive la víspera del funeral del esposo de la reina, figura de primer orden de la vida británica contemporánea, que estaba cerca de cumplir cien años.
Como siempre es posible echar mano de una escala de colores intermedios, los protagonistas presentaron explicaciones que los mantuvieron en el centro de las noticias. Djokovic afirmó que se contagió de Covid en diciembre, y que había obtenido de los organizadores del torneo un pase que reconocía su condición excepcional. Argumento que le eximía de hacer manifiesta su conocida oposición a las vacunas. Aparentemente la brecha perfecta para acceder al toreo. Sólo que el certificado no estaba contemplado como suplente de los requisitos de entrada al país. A lo cual se sumaron inexactitudes al llenar los papeles de admisión, como la fecha de su prueba de contagio, descubierta por una revista alemana, y la afirmación de no haber viajado fuera de Serbia, su país natal, antes de ir a Australia, que quedó desvirtuada por la pruebas de un viaje a España, infectado, a entrenar.
El Primer Ministro Boris Johnson, por su parte, pidió excusas primero al parlamento y después a la corona, con ese aire aparentemente compungido típico de los políticos natos, y a más no poder, ante la jauría de la oposición y el estupor de muchos de sus propios copartidarios, dijo que pensaba que la fiesta era una reunión de trabajo, aunque reconoció que ha debido disolverla y que fue un error y un horror que hubiera habido fiestas en la cumbre del gobierno, no solo en medio de la pandemia, sino de un señalado duelo nacional.
El gobierno de Australia, que no se ruborizó al cancelar un contrato billonario de compra de submarinos a Francia, para adquirirlos en los Estados Unidos, se enredó en el manejo del caso Djokovic, que lo puso contra las cuerdas ante los jueces, mientras la opinión pública criticaba por igual al gobierno, que para comenzar le había dado visa al tenista, y a éste último, cuya actitud se interpretó como una pretensión de colocarse por encima de la ley. Hasta que la Corte Federal de Australia, reunida en domingo para dar garantías de justicia en caso de que un resultado favorable al tenista le permitiera jugar el torneo, decidió que el ministro que le revocó la visa tenía la plena facultad de hacerlo. En el caso británico el desenlace oscilaría entre la continuidad de un primer ministro debilitado y golpeado severamente por sus propias actuaciones, o su reemplazo conforme a las reglas del partido en el poder. Solución ésta última que solicita con vehemencia la oposición, mientras degusta semejante manjar en cumplimiento de su oficio de crítica, y que recibe apoyo de conservadores inconformes y de amplios sectores de la opinión.
En ambos casos han estado a prueba no solamente los protagonistas de un comportamiento no necesariamente ejemplar, como es el de tratar de salirse con la suya, en contravía, por los lados, o por encima de las reglas establecidas para los demás. También la prueba ha sido para los gobiernos, que en el caso australiano trastabilló con hechos y declaraciones, para terminar decidiendo sobre la base de su potestad de cerrar o no la puerta de entrada al país, y en el caso británico, que simplemente contradijo sus propias reglas. La opinión pública y el interés ciudadano figuran también de una u otra manera en esos escenarios, pues no pueden ser indiferentes ante comportamientos que representan la costumbre de aspirar a un tratamiento excepcional o simplemente ignorar reglas hechas para los demás.
Ya se sabe, por lo que ha pasado en otras partes, cuáles son las consecuencias de mediano y largo plazo que se producen, para los estándares de la vida pública, e inclusive de la privada, cuando un gobernante u otra figura visible se sale con la suya en busca de la prevalencia de su interés inmediato. De pronto sin quererlo, termina por marcar un estándar de nivelación por lo bajo, que se convierte en invitación abierta a que el fenómeno se repita, y se vuelva moneda corriente, en las más variadas circunstancias.
Pocas cosas resultan más ofensivas, para el ciudadano del común, que la exhibición de contravenciones, coronadas por la búsqueda de impunidad, por parte de quienes tienen poder político o significación social. La gente se siente vejada cuando alguien da una orden y luego es el primero en no cumplirla. Lo mismo cuando algún notable, en el campo que sea, cree que para él no valen las reglas que se les aplican a los demás. La impunidad, jurídica o moral, no es criticable solamente respecto de la delincuencia callejera. En realidad resulta más reprochable si favorece a quienes deberían dar ejemplo de comportamiento intachable, justamente en virtud de la condición que revisten, y del ejemplo que con sus actos pueden dar.