Los Estados Unidos saldrán de Afganistán después de veinte años perdidos. Ha llegado la hora de la verdad sobre la utilidad de una guerra que se inició por venganza y no arregló en el fondo ningún problema. No faltará quien lo justifique todo con la muerte de Osama bin Laden, en Pakistán, como si el precio pagado en vidas afganas, estadounidenses y de sus aliados, además de la destrucción de un país lejano, se pudiera justificar con ese logro. Ahora tratarán de disfrazar un resultado que sabe a derrota, pero no será posible extraerlo de una lista de infortunios que comenzó con Vietnam, y mucho menos esconder la inocuidad de la aventura. Por lo demás, nadie puede estar seguro de que la lección haya quedado aprendida.
Afganistán apareció súbitamente dentro de los intereses prioritarios de los Estados Unidos en 2001, en las horas siguientes al asalto a las Torres Gemelas, el Pentágono y otros objetivos. Había que hacer algo ante esa afrenta inesperada, inverosímil y criminal en territorio americano. Era preciso actuar de alguna manera, para no quedarse solo con las palabras, que se llevaría el viento. Retada la gran potencia, debía demostrar, ante propios y extraños, que la brutal osadía cometida en su contra sería debidamente castigada. Ante el resto del mundo, el argumento era irrebatible: no se podía permitir que el terrorismo prosperara impunemente como modalidad de guerra. Entonces se desató, como respuesta, una campaña militar que tenía como meta neutralizar a Al Qaeda y al Talibán afgano, considerados como instigadores del terrorismo, allí en el terreno que se suponía había sido, cultivado por ellos, semillero de la acción del once de septiembre.
La expedición invasora para cumplir ese propósito, liderada por los Estados Unidos, consiguió desalojar al Talibán del poder. Consumado lo cual se convocó a diferentes fuerzas para que desarrollaran un proceso interno, con participación amplia, para reconfigurar el estado afgano. Al mismo tiempo, para darle a la tarea carácter de propósito internacional, se consiguió que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas autorizara la constitución de una Fuerza Internacional de Asistencia, a la que contribuyeron más de veinte países, como Alemania, Holanda, Canadá, Turquía y el Reino Unido, encargada de ayudar al ejército oficial afgano, primero en los alrededores de Kabul y luego en provincias en conflicto, además de colaborar en una nueva institucionalización del país. La OTAN, concebida para la seguridad en el Atlántico Norte, terminó metida en en centro del Asia. De todo eso salió una precaria institucionalidad afgana que está lejos de representar la unidad nacional. Mientras que la guerra de reacción por la invasión occidental nunca se pudo detener.
Veinte años después, con dos miles y medio de soldados estadounidenses muertos y veinte mil heridos, sin sumar las víctimas de otros países, y sumas fabulosas invertidas, no solamente para sostener el esfuerzo de guerra sino para ayudar a reconstruir lo destruido y salvar la imagen ante la opinión mundial, se ha anunciado lo que tenía que venir: la retirada. Una retirada similar a la de los soviéticos, que incurrieron en aventura parecida y se devolvieron derrotados. Y como la salida, de ahí para atrás, de todos los invasores que en algún momento cayeron en la trampa de pensar que una manada de aldeanos, aparentemente primitivos, mal podría resistir el embate de imperios supuestamente invencibles.
Después de dos décadas de combates atípicos en territorio ajeno y desconocido, sin que nadie terminara por imponerse, y sin que se haya consolidado de verdad el propósito de reconfigurar un país en paz, se puede concluir, sin perjuicio de detalles que podrían matizar un poco la afirmación, que la lucha tan solo sirvió para el desgaste militar, físico y moral de las fuerzas invasoras, la destrucción del país, la omnipresencia del terror a través de ataques selectivos, y la profundización de la división interna de Afganistán.
En febrero de 2020 los Estados Unidos firmaron un acuerdo con el Talibán, según el cual, a cambio de la retirada total de las fuerzas internacionales, el movimiento insurgente se comprometía a impedir que otros grupos, incluido Al Qaeda, aprovecharan el suelo afgano para organizar ataques contra los Estados Unidos o sus aliados. También se comprometían a no atacar a las fuerzas extranjeras desplazadas en territorio afgano. Todo muy bien, solo que, como suele suceder con los arreglos de papel en el fragor de la guerra, son muchas las sombras que han aparecido sobre el cumplimiento del acuerdo, con el defecto adicional de haber sido celebrado dejando de lado al gobierno de Afganistán. Después, claro está, los propios Estados Unidos han incitado a ese gobierno y al Talibán a ponerse de acuerdo para manejar pacífica y armónicamente el país. Otro propósito típico de papel que amenaza con no convertirse jamás en realidad.
La perspectiva política interior de Afganistán no puede ser más preocupante, no solo para los habitantes históricos del país sino también para quienes salen ahora y se desentienden, entre otros, de un problema que ayudaron a acentuar. El de una nación dividida entre fracciones irreconciliables. Con la posibilidad de una guerra civil. Con amenaza de un retroceso inaceptable de la condición femenina, que sería otra vez reducida a modelos arcaicos de trato, contrarias los derechos humanos. Con el eventual triunfo, por la vía de la fuerza, de una visión radical del islam que puede ir en contravía de oportunidades y espacios elementales de libertad.
La guerra más larga de los Estados Unidos, como siempre exterior y lejana, sin afectación directa de su territorio ni de su población, sostenida contra la voluntad de otros pueblos, apoyada en el poder financiero y en alianzas de pronto dignas de mejor causa, termina de todas maneras mal, pues nadie podrá decir que se trata de una retirada de vencedores. Ya veremos, eso sí, en acción el aparato discursivo de interpretaciones que justifiquen las decisiones originales y exalten el papel histórico de esa campaña militar.
Sin perjuicio de una que otra recriminación, los responsables de haber desatado el proceso serán mostrados como intrépidos y audaces defensores del mundo libre. Pero eso jamás conseguirá espantar el fantasma de lo que, después de todo, ha sido una guerra inútil.