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Desde la fundación misma del Estado, a raíz de la brutal división de la India británica, ningún primer ministro pakistaní ha podido terminar su período de cinco años en el poder. Como elemento característico de una democracia precaria, allí no basta con el apoyo popular en las urnas, y ni siquiera es totalmente confiable el apoyo parlamentario, sino que, para mantenerse en la jefatura del gobierno, es preciso contar con el apoyo de otros factores de poder, capaces de hacer lo que sea, por dentro o por fuera del marco institucional, para que el gobernante se tenga que ir.
Lo anterior obliga al seguimiento no solamente de los tradicionales procesos político-institucionales. Al mismo tiempo es preciso estar alerta ante las veleidades de la oligarquía, de la clase política y de los militares. El que más debe mantener los ojos abiertos a los movimientos de esos otros factores es el propio gobernante. Con la seguridad de que, entre todos, por tradición demostrada hasta la saciedad, los militares son una especie de árbitros supremos y “guardianes irreemplazables de la integridad del Estado”, misión ante la cual palidece la democracia.
Los pakistaníes siguen las incidencias de todo eso con entusiasmo similar al que despierta en ellos un interminable “Test” de críquet, juego en el que nadie ha ganado del todo hasta ahora, pues a cada entrada suceden cosas que curiosamente hacen que el marcador vuelva arbitrariamente a cero, para que se pueda dar inicio a una nueva ilusión, que termina frecuentemente en golpe de Estado, o al menos en un incidente que pone fin al gobierno que sea.
Imran Ahmed Khan, educado en escuelas de privilegio en Reino Unido y graduado en Filosofía, Política y Economía en Oxford, descolló como jugador de críquet y capitaneó el equipo nacional de Pakistán, que en 1992 ganó por única vez, hasta ahora, el Mundial de ese deporte. Después se dedicó a la filantropía y terminó probando suerte en la política, aprovechando la oleada de popularidad que le mereció su figuración nacional e internacional en las páginas deportivas.
Nada más atractivo que la combinación de lucha contra la corrupción y la desigualdad social, legendarias en su país, para que el partido que fundó, Pakistán Tehreek-e-Insaf, se abriera paso hasta llevarlo a ganar el gobierno en las elecciones de 2018, eso sí, gracias al visto bueno de los militares, cuando estos creyeron que había llegado el momento de darle un turno en el poder.
El turno de Khan debía durar en principio cinco años, pero terminó el pasado 10 de abril debido a una serie de factores, entre los cuales, otra vez, cumplieron un papel importante los desacuerdos con el alto mando, maestro en el montaje de los argumentos necesarios para producir el resultado que siempre convenga a sus intereses. En este caso, el primer ministro cayó como consecuencia del voto de no confianza en el Parlamento. Algo es algo: por lo menos no se trató de un vulgar golpe de Estado.
Lo interesante es que Khan surgió como una fuerza nueva en el panorama dominado por dinastías políticas que se han repartido el poder desde la fundación misma del Estado y han sido capaces de inculcar suficiente fanatismo en las huestes populares. De manera que su presencia apareció como un refresco. Claro que, además de su condición de deportista excepcional traía ya la ayuda de su condición de miembro de la élite Pashtun, en su propósito de “crear un nuevo Pakistán”, bajo la forma de un “Estado Islámico de Bienestar”.
Todo lo anterior, se dice, estuvo reforzado por los militares y los “servicios de inteligencia” que ayudaron a ambientar su elección, para ensayar una nueva forma de gobernar, ante el desprestigio de su mayor oponente, Nawaz Sharif, acusado reiteradamente de corrupción, lo cual condujo a que, entusiasmado por ese fundamental apoyo, Imran Khan extendiera su sentido filantrópico a las tareas de gobierno. Para ello se lanzó en proyectos de beneficencia social, principalmente en materia de salud, que vinieron a responder a necesidades urgentes de la población, pero afectaron el funcionamiento financiero del Estado.
Aparentemente, el primer ministro no fue atinado en la designación de ciertos funcionarios claves, que insistió en no reemplazar cuando habría sido lo más indicado. Lo cierto es que, aparte de su interés en aparecer como gobernante bondadoso y sensible, no mostró habilidad para el manejo de la economía, mientras la moneda nacional caía frente al dólar, el costo de vida se hizo imposible y la gente comenzó a decir que por lo menos los Sharif, “aunque se llenaron, hicieron más o menos bien su trabajo”.
Al aferrarse a la idea de no someterse nunca a los dictados del Fondo Monetario Internacional, cosa que terminó por tener que aceptar, así como de intentar mantenerse distante de los poderes occidentales, negarse a una extraña solicitud de aliviar las relaciones con la India y terminar haciendo profesión de amistad con el presidente ruso, justo por los días del ataque a Ucrania, las cosas se le fueron desdibujando a Khan ante esos supremos observadores acostumbrados a ir midiendo la conveniencia o no de la continuidad de alguien en el poder en ese país.
Todo lo que vino después fue de apariencia institucional, sin abandonar las tradiciones nacionales. Movilización de la oposición. Declaración de no interferencia por parte de los militares. Acción discreta en su contra por los servicios secretos. Maniobras del primer ministro para evitar una moción de censura. Intento de disolución del Parlamento para llamar a nuevas elecciones. Sentencia de la Corte Suprema que desautorizó esa “jugada”. Denuncia de la interferencia de Estados Unidos, argumento frecuentemente usado, sea cierto o no, pero que nunca se sabe a tiempo. Pérdida de apoyo de uno de sus parlamentarios. Moción de censura. Salida del poder. Retorno del hermano menor de la familia Sharif. Vuelve y juega la tradición.
Otro intento fallido de irrumpir con éxito en contra de los poderes establecidos. Nueva muestra de las dificultades que plantea el intento de enfrentar la lógica del sistema económico internacional, con sus alcances insospechados. También nueva equivocación al insistir en proyectos políticos de reparto de beneficios y favores sobre bases no sustentables, en pro de quienes no hacen ningún esfuerzo. Todo mientras se hace cada vez más urgente revitalizar la democracia y al mismo tiempo buscar equilibrio entre los sectores que se benefician ampliamente del modelo económico imperante y los que quedan rezagados. Ahí está, en Pakistán y en todas partes, el reto mayor.
Una cosa es hacer favores y otra gobernar bien. Asumir el poder con el ánimo sincero de repartir beneficios, los más que se puedan según la coyuntura, es muestra de una idea primitiva del oficio. Quien pretenda hacer simplemente eso no sabe que la tarea de un gobernante es mucho más compleja y que un jefe de gobierno representa apenas una de las partes del entramado de fuerzas que terminan por orientar en uno u otro sentido a la sociedad.
