A la India le va a quedar más fácil llegar a la luna que arreglar el problema de sus “slums”.
En 2023 la India pasará a ser la nación más poblada del mundo. Así lo confirmará seguramente un nuevo censo. Sobre las bases milenarias de una cultura propia, que no tiene nada qué envidiarle a ninguna otra en cuanto a explicaciones filosóficas fundamentales, su condición de nación más grande, sumada a la ya reconocida de democracia más grande del planeta, y a su presencia en numerosas actividades de vanguardia, permitirían concluir que estaría cerca de convertirse en potencia de importancia global.
No cabe duda de que los indios tienen plena conciencia de los sólidos fundamentos de su nacionalidad y de las posibilidades de ocupar cada vez espacios más amplios y posiciones significativas en el mundo del Siglo XXI. Para la muestra, una lectura antigua y consolidada del cosmos y de la vida se extiende mayoritariamente por todo el país. Un vástago de familia india de migrantes gobierna como primer ministro británico a la antigua potencia colonial, y esa es apenas una ínfima parte de la constelación de indios que ocupan lugares clave, como el hasta hace poco jefe de Twitter, menor de 40 años, a quien Elon Musk echó de la empresa porque no lo podía manejar.
Los indios son protagónicos en el cine, como quiera que Bollywood produce más que Hollywood, y en la nueva conquista del espacio. Avanzan raudos en ciencia y tecnología y manejan empresas de talla mundial. Tienen estudiantes esforzados y competitivos que jamás esperan que les regalen nada y quieren demostrar a toda costa su inteligencia y su valía. Pero si bien el listado de sus realizaciones y su potencial puede llegar a ser largo y ambicioso, las complejidades de sus problemas corresponden también a sus proporciones.
En una zona central de Bombay, capital financiera, un millón de personas vive en Dharavi, un tugurio que ocupa no más de dos y medio kilómetros cuadrados y se puede ver desde los hoteles de cinco estrellas que lo rodean, lo mismo que desde edificios de oficinas y mansiones en el aire de la gente más rica del país. Parece un mar de covachas con un poco de concreto, hierros viejos, techos y paredes de lata, cartón, aglomerado de madera, plásticos, y corredores estrechos de acceso al “metedero” de cada quién. Conocido mundialmente con la película “Quién quiere ser millonario”, que comienza allí con la zambullida de un muchacho en un mar de inmundicias y que ganó ocho Óscares en 2009.
La transformación de ese territorio ha sido reto de urbanistas, sociólogos, antropólogos, políticos y gobernantes, no solamente por el drama humano que se advierte desde fuera, sino porque se atraviesa en la vida y el desarrollo de la ciudad. Motivos por los cuales se han creado agencias especializadas y planteado toda una gama de soluciones que han desfilado a lo largo de las últimas décadas, para fracasar siempre por una sencilla razón: la gente no se quiere ir de ahí.
Como todos los tugurios del mundo, Dharavi es el resultado de un lento proceso histórico que lo fue adhiriendo a la vida cotidiana de la ciudad. En este caso como consecuencia de los requerimientos de mano de obra que sustentara la vinculación del puerto a la revolución industrial que se desarrollaba en Gran Bretaña como potencia colonial. Después todo vino por cuenta del vigor de la India independiente. Sus habitantes, antiguos provincianos, tienen ahora allí raíces profundas que han reemplazado a las que antes les unían a las aldeas y campos de donde vinieron para integrarse a la economía urbana. Muchos de ellos se convirtieron después en empresarios o empleados de emprendimientos que funcionan dentro del “slum” y ofrecen servicios a la ciudad.
La ubicación del asentamiento no podía ser más lógica y estratégica, pues en ejercicio de ese instinto universal de asentarse donde mejor conviene, la llegada de la gente obedeció a la necesidad del acceso fácil a fuentes de trabajo y más tarde a los mercados de lo que allí se produce. Sólo que, justo por estar donde está, en sitio geográficamente privilegiado dentro de una de las urbes donde la propiedad raíz es más cara en el mundo, el precio de cada metro cuadrado es potencialmente astronómico, justificado además por el acceso de tres líneas de tren regional, una línea de metro, y la proximidad a los principales centros de comercio y negocios de la ciudad.
La gente no se quiere ir porque su sabiduría no le permite creer en los gobiernos ni en los políticos. También porque ha desarrollado sensaciones de realización basadas en el mérito del esfuerzo, y estar allí se ha convertido en una forma de vida con sus rituales, sus mitos, sus justificaciones personales y colectivas y una especie de orgullo de guerreros victoriosos ante todo aquello que para otros no sería sino adversidad. El escenario es fértil para darle curso a creencias religiosas, lo mismo que a la aceptación del destino de la clasificación de una sociedad de castas, y ha generado una especie de sentido tribal que resiste tentaciones económicas, sanitarias y sociales que a muchos allí les parecen ajenas y artificiales.
A juzgar por los hechos, la evaluación de los proyectos estatales y del modelo de prometer a “desarrolladores” privados grandes ganancias si logran convencer a los habitantes de integrarse a un cambio de modelo de hábitat, no podría ser más negativa. Dharavi sigue ahí, triunfal en medio de la mugre, los olores, la precariedad de los servicios y sus recovecos llenos de pequeñas industrias, actividades de reciclaje de vidrios plásticos y metales, producción de textiles, manufacturas en cuero y otros frutos del ingenio campesino llegado a la ciudad, cubierto eso sí de antenas de televisión satelital, cada quién con su teléfono celular y formando parte de esa India informal, poderosa y promisoria que ayuda, a pesar de las apariencias, al funcionamiento y el progreso del país.
Ante la declaración de que “el manejo de Dharavi es, de lejos, el problema más difícil del mundo”, como dijo el responsable oficial de la búsqueda de una solución, ha aparecido ahora la figura de Gautam Adani, supuestamente el hombre más rico del continente asiático, como líder de un nuevo intento de solución. La idea es construir edificios de apartamentos dentro de los límites del actual “slam” para quienes estén allí desde antes del año 2000. A otros se les conseguiría vivienda en sectores no muy distantes. Las industrias serían relocalizadas también dentro de las mismas fronteras, salvo las contaminantes. El terreno sobrante quedaría como retribución para el señor Adani. Algo tiene que ganar, sobre todo si se compromete a hacer la tarea sin esperar por una retribución inmediata, pues los nuevos propietarios tardarían en pagar.
De todas maneras, y aunque tuviera éxito, el intento del hombre más rico del Asia apenas arreglaría parte de un problema de hábitat que afecta a muchos millones de personas en un país cuya población urbana no hace sino crecer, en muchos casos en condiciones de precariedad. Razón por la cual las ambiciones futuras de la India, que no son pocas, exigirán acciones de espectro mucho más amplio para poner a tono a su población con los grandes propósitos nacionales.
De lo que no cabe duda es de que el problema más difícil del mundo será siempre, allí o en cualquier parte, el de desmontar, por la vía democrática, con beneficios verdaderos para todo el mundo, realidades complejas que se han venido estructurando a lo largo de mucho tiempo sobre la base de la fuerza de voluntad y el instinto de progreso mismos de cualquier sociedad, que pueden tener apariencias engañosas y difíciles de entender, pero giran en torno de valores de sus protagonistas, que es necesario respetar. Después de todo, las columnas de la informalidad han ayudado siempre a sostener el mundo tal como es.