
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
En medio de una euforia artificiosa, y con acentuado tono triunfal por no haber cedido a las presiones chinas, la visita a Taiwán de una política estadounidense de alto perfil vino a alterar el equilibrio precario en uno de los lugares más sensibles del planeta.
La iniciativa de irrumpir en el escenario internacional por parte de una veterana demócrata, a quien en su país no le corresponde ninguna función en materia de política exterior, desató una secuencia de hechos que ha afectado la seguridad internacional. Pasado el episodio, de apenas unas horas, quedan por verse sus consecuencias.
Difícilmente habría podido haber un lugar y un momento, en los que una potencia, China, podría ser provocada a desarrollar, con argumentos inteligibles, una “operación especial” en Taiwán, para ajustar cuentas con la que jamás ha dejado de considerar provincia rebelde.
Como no existe Status Quo que tenga contentas a todas las partes interesadas, quien lo encuentre inconveniente no perderá oportunidad para intentar cambiarlo. Y cuando esa oportunidad aparece, está dispuesto a pasar de la expectativa a la osadía.
Los actos políticos juegan un papel importante en la configuración de condiciones que mantengan alejada la guerra en su sentido típico de confrontación armada, pero también pueden contribuir a que se presenten mutaciones de una paz tranquila a un paz azarosa, que en muchos casos representa la antesala de conflictos armados.
Nadie le podía prohibir a la Presidente de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos que viajara a Taiwán. Lo que sí podían hacer era advertirle que dicho viaje podía representar una afrenta para el gobierno de la República Popular China. El gobierno Biden, a cuyo cargo está el manejo de las relaciones internacionales, no tenía potestad para prohibir su escala en Taipei.
La incógnita que nadie ha podido todavía despejar es la de la motivación del viaje. Como en estos casos cada quién hace lo que debe hacer, con la lógica implacable de las buenas obras de teatro, al anuncio de Pelosi y la cejas alzadas de Biden se sumó la advertencia de Xi sobre el significado ofensivo de la visita, que se convirtió en incentivo para que se realizara, dando paso a maniobras militares chinas en una especie de ensayo generalizado del conflicto que hasta ahora todos han evitado.
Desde que los nacionalistas buscaron refugio en la isla, derrotados por los comunistas de Mao, las relaciones entre las partes han sido lo más parecido a una danza de carnaval chino en la que enormes dragones de tela y cartón hacen piruetas amenazantes, pero no se llegan a tocar.
China jamás ha dejado de proclamar que Taiwán es una provincia de su territorio que se encuentra en rebeldía, pero no ha dado el paso de someterla. Cuando estaba a punto de hacerlo estalló la guerra de Corea y los americanos se comprometieron a defender a Taiwán, que ha podido existir, en la práctica, como un país independiente, sin mayores interferencias en su desarrollo, que le ha llevado a un lugar de importancia en sectores relevantes de la tecnología contemporánea.
Para ser realistas, a esa situación contribuye la presencia de otros actores. Particularmente la de los Estados Unidos, cuyo acompañamiento a la danza de los dragones ha sido asunto de motricidad fina, al sostener una relación de potencia a potencia con China, mientras mantienen otra, de protección y amistad interesada con Taiwán, con fundamento en lo que los políticos estadounidenses estiman coincidencias políticas con el régimen de la isla.
En Pekín, a lo largo de los años, no ha faltado quien esté convencido de la urgencia de tomarse la isla. Del lado taiwanés jamás habrá faltado quien considere que es necesario llevas hasta sus últimas consecuencias la causa de la independencia. Pero ninguna de esas dos tendencias ha logrado imponerse. Si así hubiera sido, habríamos tenido seguramente una guerra, pero se ha impuesto la prudencia.
No cabe duda de que, por episódico que pueda haber sido el evento, la visita de la jefe política demócrata de los Estados Unidos vino a alterar el delicado balance de las relaciones entre China, Taiwán y otros actores interesados. Si bien las maniobras militares ordenadas por Pekín, que han sido ensayo detallado de invasión, y los correspondientes movimientos de Taipei, no llevarían ahora a una guerra, las cosas no serán como antes.
China considera que los Estados Unidos, no importa si Biden y Pelosi estaban de acuerdo, violaron compromisos de respeto por los asuntos internos chinos que los norteamericanos adquirieron cuando reconocieron a la República Popular. En consecuencia, y en adelante, su actitud enfatizará un estado de alistamiento militar, será menos flexible en lo político y más cuidadoso en la concesión de oportunidades y ventajas económicas a la isla.
Los efectos de ese nuevo tono van mucho más allá de la danza china de dragones, e involucran al Japón, Corea del Sur, y de ahí hacia el sur hasta llegar a Australia. Región del mundo donde, después de la Guerra Fría y del surgimiento de China como potencia global, se plantean posibilidades de alianzas entre países del vecindario, con participación de los Estados Unidos y otras potencias, como Francia y el Reino Unido, con intereses derivados de épocas coloniales.
Como no hay asunto internacional que no tenga conexión con los problemas internos, el presidente Biden ha visto aparecer un engendro que ante el mundo presenta dos cabezas en la acción internacional de su país, con lo cual se debilita cada palabra que pronuncie en adelante. El presidente Xi, por su parte, se acerca a un importante congreso de su partido, ante el cual no puede defraudar a quienes esperan avances en su promesa de trabajar por la reunificación con Taiwán.
La escala de Pelosi en Taiwán ha llevado a un status quo militarizado, más tenso que el anterior, con menos garantías de confianza entre las partes y de seguridad hacia el futuro, con la exhibición de poderío militar como telón de fondo, en desarrollo de un “juego de guerra” permanente que siempre será peligroso.
Poner a estas alturas las cosas en tono de confrontación con China, lejos de casa y frente a las costas de la potencia contraria, no es un acto de osadía sino de temeridad. Visitar Taiwán contra las admoniciones de la contraparte le abre al gobierno federal americano un frente de acción con el que no contaba y presenta a los Estados Unidos ante el mundo como potencia sin claridad ni unidad de mando en el manejo de sus intereses, en la forma de cooperar con sus amigos y de enfrentar a sus enemigos. Consecuencia de un emprendimiento político peregrino que tan solo ha servido para cambiar lo cierto por lo incierto.
