Ahora sí, Emmanuel Macron es candidato a la reelección. En adelante, sus oponentes harán coro para criticar su gestión. Cosa normal, pues lo que haya hecho o dejado de hacer un presidente saliente es, en una democracia, referente obligado a la hora de discutir el rumbo que en adelante se debe tomar. En un ambiente animado por la búsqueda de la mejor fórmula para la reactivación post pandemia, y con los interrogantes que plantea la agresión a Ucrania, con la candidatura del presidente saliente se ha completado el cuadro de los aspirantes a la elección de abril.
Hace cinco años Macron irrumpió para fundar un partido hecho de retazos de proyectos y segmentos del electorado tradicional de otras formaciones políticas. Sobre la base de su educación universitaria y de la que adquirió como asistente de un reconocido filósofo, de su experiencia de banquero, alto funcionario y exministro de economía del último gobierno socialista, se alzó holgadamente con el poder. Pero no solamente llegó a la jefatura del estado sino que consiguió amplia mayoría en la Asamblea Nacional, y tuvo carta blanca para ejercer responsabilidades acrecentadas por su propio éxito.
Los grandes trazos de las elecciones presidenciales francesas, en lo que va del Siglo XXI, estuvieron marcados por la presencia significativa de una derecha nacionalista, anti inmigración y euroescéptica, que consiguió llegar varias veces a la segunda vuelta y motivó una reacción del electorado que condujo a que liberales y centro derechistas votaran por socialistas, y viceversa, con tal de cerrarle el paso al poder.
Ahora el Frente Nacional, bajo el comando de Marine Le Pen, resolvió moderar su discurso y cambiar de nombre para llamarse “Agrupación Nacional”. Denominación que evoca apelaciones tradicionales de centro derecha, para atraer al electorado conservador. Más a la derecha apareció Éric Zemmour, dispuesto a retomar sin pena las banderas que, con tal de ganar adeptos en el centro, abandonó la señora Le Pen. Aunque la posibilidad sea remota, esta concurrencia podría abrir el camino para que a la segunda vuelta acceda un partido del centro tradicional, que plantearía un reto más interesante a Macron en el seno de una sociedad rebelde políticamente, capaz de producir giros insospechados.
La candidata de los republicanos, Valérie Pécresse, Presidente del Consejo Regional de Île-de-France, que por un momento, y aprovechando la “ley del péndulo”, parecía tener fuerza suficiente para enfrentar exitosamente a Macron en una segunda vuelta, trata de superar un escándalo sobre posibles defectos en los procedimientos de su selección como candidata. Típico caso en el que las dudas sembradas sobre las credenciales de un candidato pueden producir un efecto devastador. De manera que está por verse en qué medida la candidata puede volver a hacer brillar el discurso de una corriente política de larga tradición de gobierno y “recuperar” votos del centro que hace cinco años fueron a dar al partido del presidente.
El espectáculo de la social democracia, que gobernó durante dos de las últimas cuatro décadas de la historia del país, es deplorable: no registra más de un 3 por ciento de la intención de voto a favor de su candidata, Anne Hidalgo, alcaldesa de París. Otra vez una socialdemocracia sin rumbo ni contenido, que atraiga a sus votantes históricos, muchos de los cuales fueron a dar al campo de Macron, que en una época militó en el Partido Socialista. La izquierda más radical se mantiene en sus niveles de siempre, sin que, como es costumbre, se prevea que vaya a subir de ahí con motivo de esta elección. Esto sin perjuicio de que, conforme a su tradición, anime el debate con planteamientos a veces brillantes y apasionados.
El presidente puede estar seguro de que sus realizaciones y sus fallas serán objeto de una controversia fragorosa. Solamente él hablará de los éxitos de su tarea, mientras los amplificadores de los demás se ocuparán al unísono de criticarlo por no haber hecho lo suficiente en materias como la mitigación del cambio climático, o en el manejo de asuntos cotidianos de una u otra índole, por haber “afectado las libertades” con sus exigencias para atajar el embate de la pandemia, por haber llamado “separatistas” a los islamistas, y hasta por su “impotencia” para evitar que el presidente ruso, de cuya salud mental muchos tienen en todo caso dudas, lanzara su guerra fratricida contra Ucrania. Como si alguien sentado en el otro extremo de la fatídica mesa blanca del Kremlin lo hubiera podido disuadir.
La democracia francesa tiene rituales que la enriquecen al dar cabida a todas las controversias necesarias para que no exista una forma unívoca de leer las aspiraciones de la sociedad. Contempla inclusive mecanismos de reconocimiento de la voluntad popular como el que obliga a los candidatos a buscar apoyo en las profundidades del país, al exigir que cada uno de ellos cuente con el “patrocinio” de al menos 500 personas que hayan sido elegidas popularmente en los niveles regional o local, aunque ello no implica compromiso político a la hora de votar. Pero, sobre todo, la francesa es una sociedad que trata de vivir los valores de la república, dentro de los cuales exalta, a la hora de las elecciones, el de la libertad de escoger.
Solamente tres presidentes han sido reelegidos en la historia de la Quinta República: De Gaulle, Mitterrand y Chirac. De manera que Francia no es un país reeleccionista. Además de partidos políticos, existen allí asociaciones, sindicatos, y grupos organizados de diferente índole para todas las actividades posibles de la vida nacional. Entonces, sobre la base de un reiterado compromiso republicano, cada quién proclama sus aspiraciones y reclamos, en un ambiente que le confiere a la vida política una indiscutible calidad, en medio de críticas cruzadas de toda clase. Como debe ser. Porque en una democracia nunca estarán todos satisfechos, y lo podrán decir.
A pesar de ir adelante en todas las encuestas, el presidente Macron tiene que correr la carrera sin desfallecer. Sus electores no están amarrados. El ejercicio el poder puede reafirmar convicciones o producir desencanto. También es posible que las mayorías de otro momento terminen por desmovilizarse. A muchos no les gusta su “estilo de Júpiter”, aunque nadie le puede reprochar que se salga de la institucionalidad. Sus fórmulas de manejo económico han favorecido a los empresarios y han lidiado con el empleo. El gasto público asimiló el golpe de la pandemia. Quedan muchos asuntos por resolver, como el de las pensiones y otros que requieren coraje, aunque le quedarían más fáciles de manejar a un presidente que no esté pensando ya en su reelección.
Están en la recta final. Los ciudadanos se aprestan a ejercer su poder. Lo harán con su proverbial independencia. Ejemplo democrático en una Europa afectada por la sombra de una guerra parecida, en sus comienzos, a aquella que la devastó hace ochenta años, y que exige dirigentes que puedan evitar su repetición.