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Como un par de muletas, los profesionales de la salud y los inventores de vacunas nos ayudaron a marchar hacia la salida de una crisis que, por su naturaleza, demostró la inutilidad de las fuerzas tradicionalmente llamadas a afrontar las amenazas contra la sociedad. De no haber sido por ellos, habríamos tenido que seguir sumidos en una hibernación devastadora para la cotidianidad de la supervivencia y el ánimo del género humano.
Ningún gobierno, ni sistema, ni partido político, podía defender a la humanidad, en ningún país y mucho menos en la extensión del globo, del ataque del virus que puso a todos en jaque. Otra cosa es que en una u otra parte hubiera un sistema mejor o peor de prestación del servicio de salud; pero ese sistema por sí solo, aún en el mejor de los casos, no habría alcanzado para repeler el ataque.
A la hora de las cuentas, es claro que los médicos, y todo el personal dedicado a la atención en salud, afrontaron el reto exponiendo sus vidas, y que si no hubiera sido por ellos, la catástrofe habría sido todavía más arrolladora. También es claro que ahora existe una solución a la vista, gracias a científicos capaces de meterse en las intimidades microscópicas del virus y estudiar su estructura y su comportamiento, para encontrar la forma de combatirlo.
Al terminar este año, tan apocalíptico como los de todas las pestes, debemos expresar nuestra gratitud hacia los miembros de esas dos comunidades, que con frecuencia forman una sola, y hacia sus patrocinadores públicos y privados, por haber actuado con diligencia y fervor en la contención heroica y en la búsqueda de una solución viable al primer problema universal del nuevo siglo.
Ciertamente la letalidad aleatoria de un enemigo invisible incitó a muchos a considerarse “invencibles”, bajo el cálculo de que los que se mueren son otros. Así desconocieron exigencias elementales que los gobernantes hicieron en favor del bien colectivo, según las recomendaciones de conocedores. Semejante conducta, repetida en diferentes partes del mundo, y secundada por uno que otro pregonero de intereses inmediatos y superfluos, disfrazados de “valores”, aumentó las proporciones de una tragedia que para muchos se convirtió en recuento estadístico, lejos de la experiencia de quienes han tenido que sufrir de manera directa el impacto del problema.
A pesar de los desvaríos de algunos, la desactivación de la vida cotidiana en casi todos los países, aunque limitante y dolorosa, permitió que renacieran el sentimiento y el valor de lo colectivo. Los seres humanos nos pudimos reconocer otra vez como especie, sin fronteras nacionales, ni de clases, ni de razas. Volvió a aparecer una sensibilidad, por mucho tiempo adormecida, o echada al olvido en medio de la competencia feroz por la riqueza y los privilegios. Mientras los milagreros políticos, los embaucadores de doctrinas económicas, los sabelotodo que posan de orientadores de todos los temas, y los profetas de todo tipo, no sabían siquiera explicar rigurosamente el problema. Ninguno de ellos, ni todos juntos, podían defender a la manada.
Como tampoco era posible que cada quién se tratara de salvar por su cuenta ante un problema colectivo, las miradas se volvieron hacia los médicos, y se dispuso en su apoyo la movilización de contingentes de terapistas y profesionales de la enfermería, así como de luchadores silenciosos dedicados a limpiar recintos y utensilios, empujar camillas o disponer de despojos humanos. En manos de ellos, que corren todos los riesgos, inclusive el de su vida, quedó la contención de un problema de dimensiones universales.
Las miradas del mundo entero se volvieron también hacia quienes estuvieran en capacidad de producir vacunas. Entonces apareció otra vez la comparsa que gira en torno de la industria farmacéutica, y se volvió a vivir ese ritual que mezcla la esperanza con la fobia para plantear, una vez más, la consideración frecuente de quien se ve afectado por una enfermedad y se pregunta si alguien tendrá por ahí una cura o será capaz de concebirla.
Desfilaron quienes critican el hecho de que la industria gane “cantidades astronómicas de dinero a costa de la salud de la gente”. Mientras del otro lado surgieron consideraciones sobre el riesgo de invertir cuantiosos recursos en procesos que en muchos casos terminan frustrados, emprendimiento difícil para los Estados, y se hicieron cuentas sobre el valor de producción de una vacuna, y la ganancia de las empresas, comparados con los daños materiales, para no hablar de los anímicos, que para el mundo ha implicado la pandemia.
El debate también vio aparecer, con razón, la exigencia de que la distribución de la vacuna no se convierta en un factor adicional de discriminación entre países. Sin desconocer que la industria ha logrado, así sea con criterio selectivo, producir asombrosos resultados que han convertido en manejables enfermedades que hasta hace poco eran sinónimo de muerte, volvió a surgir la crítica por la aparente ausencia de voluntad de producir medicamentos de fácil fabricación en países pobres, debido al “parámetro supremo” de la rentabilidad.
Se pidió que las patentes de la nueva vacuna no se extiendan a la duración tradicional, para que sea posible producirlas en muchos lugares y no se trate de un “negocio amarrado” en favor de las grandes empresas. Pero, eso sí, nadie dijo que esas mismas empresas dejaran de avanzar, como podían hacerlo y lo hicieron, en busca de la vacuna. Su labor era tan necesaria que inclusive hubo gobiernos que aportaron fondos para el desarrollo del proceso. Y en todo caso, bien que mal, el mundo entero aguardó confiado que la industria hiciera su trabajo, como lo hizo, con sus investigadores, sobre la base de su experticia, reforzada con la contribución de centros universitarios.
Al disponernos a comenzar un año en el que se espera de verdad el inicio de la superación del problema de la pandemia, queda la tarea, esa sí para el liderazgo político, de refinar tanto el sistema internacional de manejo de crisis de salud, como los sistemas nacionales de atención, cuyos problemas salieron a la luz con motivo de la presente emergencia. Dicho refinamiento debe tener en cuenta, en nuestro caso, tanto el esquema laboral del personal de la salud como la organización administrativa del servicio, para que los graves problemas de reconocimiento y remuneración por el trabajo silencioso y abnegado de todos esos héroes de este momento no pasen al olvido, y para que los pacientes no tengan que seguir viviendo la ordalía de verse sometidos a las inclemencias de formas de funcionamiento legendarias por su ineficiencia y su proclividad a la corrupción.
Como quiera que una vez más quedó demostrado que la industria farmacéutica puede prestar a la humanidad servicios como el que acaba de ofrecer, sería deseable que, despojados del tradicional ánimo en su contra, y con la flexibilidad que algunas de las más importantes empresas han mostrado en cuanto a patentes y ganancias con motivo de la producción de la vacuna que comienza a circular, fuese posible concebir propósitos y esfuerzos mixtos en favor de la salud de la humanidad. El diálogo siempre será el mejor vehículo para conciliar posiciones e intereses distintos.
Entretanto, con la ayuda de las vacunas, y de la mano de los profesionales de la salud, parece que finalmente avanzamos hacia el final del túnel, a pesar de los cantos de fantasmas que pregonan pronósticos fatalistas, propios de la condición humana y presentes en todas las tradiciones culturales, que llaman a oponerse a la vacunación, como si absolutamente todos los procesos de producción de vacunas fuesen inútiles, o estuviesen viciados, y el destino de la humanidad no pudiese ser otro que la desgracia. En todo caso, y en nombre de quienes quieran reconocer su utilidad, gracias por las “muletas”.
Un venturoso año para los amables lectores de esta columna.
