La vigencia de la democracia no reside en la existencia de textos sino en su permanente refrendación popular.
Hace doscientos años los griegos se levantaron para sacudirse del yugo de los otomanos, que desde 1453 habían acabado por la fuerza con el Imperio Bizantino. Replegados en su mayoría a lo largo de tres siglos y medio en territorios continentales e insulares de la antigua Grecia, mientras otros se asentaban en sitios clave del escenario europeo, sobrevivieron no solamente a la ocupación de los turcos sino a las disputas entre estos y los venecianos. Los primeros fueron más respetuosos de la identidad del mundo helénico. Así lo demuestran la vinculación de administradores griegos a la orientación de políticas públicas, y la designación de la Iglesia Ortodoxa como representante de un pueblo que gracias a ella mantuvo su identidad y sus tradiciones.
Sin perjuicio de la disuasión que representaba una fuerza omnipresente, dispuesta a ahogar en sangre cualquier desobediencia, la nación griega no vivió la experiencia de servidumbre, guerras, inquisición, genocidios y demás catástrofes sufridas o protagonizadas por otras naciones occidentales. Otra cosa es que su condición subordinada la mantuvo relativamente apartada de los progresos científicos y tecnológicos de la corriente principal de la vida europea.
En la época de surgimiento de estados nacionales, los helenos consideraron que tenían derecho al suyo, y al ejercicio de libertades elementales, para lo cual debían pasar las duras pruebas de unidad, siempre difíciles cuando se trata de organizar causas colectivas bajo condiciones adversas. Aspiración reforzada por una carga de tributos que no solo se pagaban en riqueza material sino a través de mecanismos como el reclutamiento de niños que, convertidos al islam y entrenados después como Jenízaros, se ocuparían de la protección del Sultán y el control violento de todas las rebeliones, inclusive las de sus propios pueblos de origen.
La crisis del Imperio Otomano entraría a jugar a comienzos del Siglo XIX un papel importante en favor de la independencia. La debilidad de poderes imperiales incita a la rebelión y facilita las acciones en su contra. La Revolución Francesa, para entonces reciente e iluminadora, contribuyó con sus ideales a alimentar los propósitos de libertad y el descubrimiento de nuevos caminos que deberían conducir a la reinvención de la democracia allí donde había nacido. También en esa época circuló una idea que, aunque no se concretó, se convirtió en aliciente para la revuelta: se dijo que la Rusia imperial estaría dispuesta a apoyar el proceso, sobre la base común de la ortodoxia, generada en Grecia, con la ilusión remota de revivir el Imperio Bizantino.
Numerosos miembros de la comunidad griega de la diáspora, educados en las mejores escuelas, terminaron haciendo causa común con campesinos aislados en regiones inhóspitas de territorios de greco parlantes, unidos todos por el propósito, en principio vago, de volver a tomar el hilo de las tradiciones clásicas para producir una nueva idea de nación y de estado.
La “Filikí Etería”, organización fundada en el puerto de Odesa, a la cual se vincularon intelectuales, empresarios y jerarcas ortodoxos, se convirtió en factor de la urdimbre de un tejido de los hilos más dispares, con el propósito prácticamente suicida de cambiar el orden establecido, en el que muchos griegos podrían haber seguido disfrutando de sus privilegios.
Fue la fuerza de una arrolladora revolución campesina, salida de los rincones más escondidos del Peloponeso, donde vivían comunidades indómitas que llevaban siglos con sus sentimientos de libertad suprimidos por la fuerza, la que desató el desafío más contundente al poderoso Imperio Otomano. Semejante muestra de arrojo fue concitando el apoyo de muchos, con sentimientos similares, e incluso hasta entonces incrédulos en la posibilidad de rebelarse, y llegó a convencer a otros que prefirieron huir hacia adelante, en busca de la independencia, en lugar de esperar a la retaliación exterminadora, fórmula inequívoca de los Sultanes para imponer su disciplina.
Entusiastas ilustrados, campesinos y marineros convertidos en soldados, curas, terratenientes y empresarios que habían hecho su fortuna sacando ventaja de privilegios concedidos por los turcos y tenían en las manos palancas del establecimiento, terminaron haciendo una u otra cosa en favor de esa causa en principio inverosímil, que se fue convirtiendo en realidad: la búsqueda de un nuevo estado para los griegos, que jamás habían vivido bajo esa fórmula, pues otra cosa fueron las ciudades antiguas y el imperio de los bizantinos. Así que la Grecia contemporánea se inventó hace apenas doscientos años, con el impulso, eso sí, de por lo menos dos mil quinientos anteriores.
El mejor ejemplo de la lucha armada por la independencia lo dio Laskarina Bubulina, única mujer de la Filikí Etería, que en la isla de Spetses reclutó con sus propios fondos un ejército, mandó construir el barco “Agamemnon”, se inventó una bandera libertaria y terminó dirigiendo, como primera almirante, una flota de ocho barcos que jugó papel decisivo en el control de los principales puertos del Peloponeso.
A su esfuerzo se unió el de Theodoros Kolokotronis, antiguo mercenario y ayudante de capos locales, que llegó a ostentar el grado de Mayor en las guerras nepoleónicas, quien regresó a su tierra natal para poner su experiencia al servicio de la causa y ganar batallas decisivas a punta de buena organización y coraje, contra un enemigo superior en principio.
El organizador y primer presidente del nuevo Estado vino a ser Ioannis Kapodistrias, un griego legendario que había estudiado medicina, filosofía y leyes, se había estrenado como ministro en una república de siete islas adriáticas que consiguió en su momento ser aceptada por un entendimiento ruso-turco, y después llegó a ser jefe de la diplomacia imperial de Rusia, dolor de cabeza de Metternich en el Congreso de Viena y artífice de la neutralidad de Suiza. Renuente al principio a la causa de la independencia, terminó por redactar las leyes fundamentales de la república que nació con la revuelta de 1821.
Ese nuevo Estado, cuyo territorio solo se vino a consolidar entrado el Siglo XX, y cuya estirpe democrática estuvo de vez en cuando alterada por dictaduras, lo mismo que por monarquías impuestas desde el exterior con personajes que ni siquiera hablaban griego y ostentaban apellidos germanos, ha sobrevivido esencialmente, hasta desembocar en la actual república parlamentaria, sobre la base profunda de la vida aldeana, donde la comunidad discute cada día, aún sin darse cuenta, sobre su destino. Su existencia, sus tradiciones y su futuro fueron objeto de una sentida celebración el 25 de marzo en las calles y plazas “de todas las Grecias”, como se suele decir desde la antigüedad, ahora bajo la presidencia de Katerina Sakellaropoulou, que representa la contribución de las mujeres griegas a la refrendación cotidiana de la democracia.