Amenazar a un Estado para que produzca determinada decisión judicial no solamente resulta irrespetuoso sino inocuo. A veces, dejando de lado principios e historia, se pretende obligar a que otros hagan lo que el propio solicitante jamás estaría dispuesto a hacer. Poner pretensiones de esa índole en la cumbre del manejo de las relaciones internacionales es una torpeza mayor. En ese orden de ideas, y con esos argumentos, podría haber solicitudes en todas direcciones, con el mismo resultado de inocuidad. Mejor se contribuye a la armonía internacional y se podrán afrontar de verdad los asuntos que deben ser objeto de acción diplomática, si se tienen en cuenta los argumentos de fondo y las aspiraciones de cada quién.
Ante la amenaza de “sanciones” por parte de otros, ningún Estado que se respete termina soltando a un preso, pues el hecho mismo de liberarlo ante la presión de otros sería confesar culpabilidad, mostrar tanto debilidad como desprecio por su propia soberanía y reconocer públicamente que no es un Estado de Derecho. Sin perjuicio de que bajo una mirada rigurosa queden interrogantes sin despejar sobre posibles desvaríos, con las amenazas sólo se crean nuevos problemas y no se arreglan las cosas. Máxime cuando hay principios y consideraciones de fondo que no se deben ignorar.
Las relaciones de Rusia con la Unión Europea, y con algunos países miembros, lo mismo que con los Estados Unidos, se han visto afectadas por el caso de Alexséi Navalni, fundador de una ONG contra la corrupción y considerado por muchos como la principal figura de oposición al presidente ruso. Su envenenamiento, su traslado a Alemania para ser tratado, la confirmación de que fue objeto del uso de un agente nervioso usado por agencias oficiales, su retorno a Rusia, y su detención para que termine de cumplir con una condena por corrupción que proviene de hace unos años, han sido objeto de todo tipo de reclamos, exhortaciones, debates, manifestaciones públicas, condenas y reclamos por su inmediata libertad.
Aunque no existe unanimidad en el seno de importantes instancias, como el Parlamento Europeo, respecto de la forma como se ha de actuar frente al caso, ni en la forma como se deben adelantar las relaciones con Rusia, se han producido llamados en diferentes tonos al gobierno ruso para que “proceda de inmediato a la liberación de Navalni”. Los llamados ha sido acompañados, también desde diferentes instancias, de la amenaza de sancionar a Rusia en caso de que no atienda la solicitud de la referida liberación. En medio de todo esto, Josep Borrell, Alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, fue hace unos días a Moscú “interesado en hacer un intento de reversar el deterioro de las relaciones con Rusia y aprovechar la ocasión para lanzar un diálogo más constructivo”. La respuesta del ministro ruso de relaciones exteriores, el veterano Sergei Lavrov no podía ser más contundente: “Rusia está dispuesta a una relación que no esté basada en reclamos unilaterales, sino en el respeto mutuo y la consideración de los intereses de cada quién”.
Aparte de lo que suceda con Navalni, ahí aflora el fondo de una realidad que proviene del momento mismo del inicio de la era posterior a la disolución de la Unión Soviética. De manera que limitarse a relacionar las posiciones rusas, y la respuesta a ellas, de manera exclusiva con el actual presidente, puede ser una equivocación. En realidad, en ese momento crucial de la historia, Occidente montó una interpretación de los hechos y una línea de acción que no resultaba constructiva en cuanto hace a la forma de entender y de tratar a Rusia. Con Washington a la cabeza, simplemente se esperaba que los rusos entraran a formar parte, así no más, de la cauda de naciones dispuestas a seguir de ahí en adelante bajo la guía de los Estados Unidos y sus aliados del mundo occidental. Rusia, en cambio, aspiraba al menos a entrar a formar parte de un mundo diferente, en el que en todo caso se produjera una reconfiguración del escenario europeo, dentro de la cual pudiera jugar un papel significativo, como el que jugó a través de varios siglos.
No existe motivo alguno para que, a estas alturas, Rusia decida, ahora sí, simplemente sumarse a las causas de un mundo occidental desordenado y en crisis, aumentada por las incertidumbres de la recién terminada administración de los Estados Unidos. Mihail Gorbachev ya había reclamado la creación de una comunidad internacional renovada, en la que su país cupiera en condición de fundadora, no de gregaria. Es muy posible que los rezagos de resentimiento y temor derivados de la Guerra Fría hubiesen jugado entonces un papel importante a la hora de la respuesta desde el campo occidental, de manera que se impuso la tradicional desconfianza de la época hacia el recién desmontado contradictor soviético. Así se malogró la posibilidad de construir unas nuevas y mejores relaciones, y ese es el tono en el que se ha llegado hasta nuestros días.
No faltan quienes comparan la actitud hacia Rusia, al término de la Guerra Fría, con las alianzas surgidas entre los vencedores de la Segunda Guerra Mundial y los derrotados Alemania y Japón, que terminaron por convertirse en aliados, en el caso alemán tanto de de Occidente como de la URSS, y en el japonés de los Estados Unidos, de manera abierta y sin reservas de consideración, más que las derivadas de factores culturales que por acuerdos políticos no se pueden cambiar. Aún más, también se trae a cuento la actitud seductora de Occidente hacia países anteriormente soviéticos, como Ucrania, o del bloque bajo la influencia de Moscú, como Polonia, Hungría y otros miembros del antiguo Pacto de Varsovia, ahora consentidos y encima de todo indisciplinados en el seno de la Unión Europea.
Con el paso del tiempo, Rusia va ganando otra vez confianza y se va encontrando con su propio “destino manifiesto”, que en su lógica le confiere derechos y obligaciones políticas y le da suficiente vuelo para hacerse respetar, en su autonomía de estado soberano, por principio no dispuesto a ceder ante amenazas, aunque esconda deficiencias y hasta pecados, ante la presión de países que tienen los suyos propios, como el de la detención de Julián Assange.
Tal vez convenga recordar que Rusia ha jugado un papel importante en el proceso histórico de Europa, como lo prueban sus alianzas y también sus controversias pasadas con las demás potencias tradicionales que siguen animando la vida política continental, con efectos de gran amplitud. En consecuencia, no debe ser utópico pensar que con un entendimiento adecuado con Rusia se podría emprender una iniciativa euroasiática que contribuiría a darle al mundo una nueva cara y sería oportunidad de progreso y paz.