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Kypreos y La Clarividente

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Eduardo Barajas Sandoval
28 de septiembre de 2021 - 04:55 a. m.
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En medio del estrépito del caudal de noticias internacionales, pasan por alto mensajes que provienen de lenguajes encriptados que no salen de los gobiernos ni de los políticos, sino del alma de los artistas. Mensajes poderosos, que contribuyen a interpretar el mundo y dejan huellas que se pueden leer de un golpe, sin perjuicio del deleite de los detalles, como sucede con la obra de pintores puestos por el destino en las fronteras sutiles de cada civilización.

El estremecimiento de la partida de un artista marca el inicio de homenajes a su memoria y a la significación y trascendencia de su obra. La desaparición del octogenario pintor griego Vassilis Kypreos obliga a atesorar el legado de sus correrías por el amplio mundo panhelénico, de aldea en aldea de la Grecia continental o insular, así como por monasterios y puertos legendarios de los Balcanes, el norte de África y el Medio Oriente, lo mismo que por ciudades del mundo occidental, animado por el interés en la búsqueda de los hilos discretos de un tejido que lleva muchos siglos de trama. Hilos que le permitieron delinear figuras como visiones alucinadas de la saga de las griegas históricas, que gracias a su pincel viven un sosegado presente.

Hace cuarenta años, en el apogeo de su febrilidad y de sus arrebatos, Vassilis trabajaba en su taller de Halandri. Calles tranquilas, niños jugando al atardecer en la calle, llamado de las madres, a grito herido, a la hora de la comida, tabernas ruidosas, cine de barrio, y los atriles puestos cerca de una ventana de cielo a suelo que permitía la entrada de la luz a cambio de mirar un jardín con buganvilias y limoneros. Una puerta minúscula para los gatos, que entraban y salían con aire de dictadores, aunque recibían a cada regreso un regaño cariñoso con epítetos de griego arrabalero, que aceptaban gustosos a cambio de comida. Jazz, Prokofiev, Tchaikovsky, Bach, los Beatles, los Rolling Stones. O la radio en sintonía de “Déftero Prógrama”.

El espectáculo escondido de su oficio se trasladó más tarde a Pangrati, por allá detrás del estadio de los juegos de 1894, siempre con café, del que deja asiento para leer el destino, que preparaba con los secretos de su madre, galletas de mantequilla y después whisky caliente. Nadie, que no fuera de pronto una de sus amantes, vaya uno a saber, lo vio pintar. Pero la huella imborrable de su trabajo iba quedando ahí, y avanzaba día y noche, interrumpida cuando sus amigos golpeaban a la puerta. Entonces venía el ritual de la conversación sin límite de tema ni de tiempo, pausada, serena, sin pretensiones de pontificar sobre nada, con la actitud permanente del testigo, observador amigable y lector amable de la temperatura de las almas.

De pronto, un fin de semana, venía el convite a una excursión a la Grecia profunda. Esa que no conocen los turistas, que no van por allá en diciembre. Como a la región de Pílion, donde el olor a manzanas se percibe a distancia de las pequeñas plazas donde las empacan, como tarea comunal, para que vayan a perfumar la vida de pueblos obligados a sobrevivir los inviernos tristes del Norte.

En ocasiones se iba a Pourno, en la isla de Eubea, pasando el canal de Halkida, donde largos almuerzos permitían ver pasar el agua del mar unas horas en un sentido y otras en el contrario. Allí tenía como refugio una vetusta casa campesina de un solo recinto, lleno de luz del campo, con una cama, una estufa y una chimenea elemental. Cuando llovía, a pocos metros resucitaba de pronto un arroyo de temporada cuyo cauce borroso hacía resonar en el verano el concierto de las chicharras. En ese escondite pasaba Kypreos semanas enteras en la soledad aparente de los pintores, que cada día van dando vida a la compañía de sus obras.

De pronto alzaba vuelo y se iba de viaje. Al regreso llamaba para contar las cosas que había visto en esos rituales sencillos durante los cuales no había pintado ni tomado apuntes. Solamente había mirado con prudente atención todo lo que le rodeara, en cualquier dirección, dondequiera que hubiese un poco de luz. Destino de esos viajes fue muchas veces el Monasterio Ortodoxo de Santa Katerina, al pie del Monte Sinaí. Conjunto de edificaciones milagrosas que sobrevive a los siglos con su templo pegado como siamés a una mezquita más joven, bajo la protección de una muralla inverosímil y que aloja, viva y verde, la que en su momento fue, según los monjes, “la zarza ardiente” mencionada en el Libro del Éxodo.

Pasó temporadas en Nueva York y Londres, en ocasiones para atender exhibiciones de su trabajo, lo mismo que en París, donde alguna vez fue uno de los “Jóvenes Pintores del Mundo”, y en Antibes, en la Costa Azul, lo más parecido a una isla griega de hace cinco siglos. Combinación de lugares cuyo circuito cerraba siempre con el retorno a Atenas, su lugar de nacimiento en medio de las angustias previas a la invasión alemana. Donde estudió en la Escuela de Bellas Artes. Donde recibió dos veces el primer puesto entre los artistas jóvenes de los años sesenta, y donde enseñó Pintura e Historia de la Grecia Antigua, que siempre llevaba puestas.

Con el fruto de sus primeros éxitos, Kypreos había comprado en Hora, el pueblo más alto de la isla de Patmos, una casa vieja, ahí arriba de la cueva donde se dice que San Juan escribió el Apocalipsis. Al vecindario llegaron después celebridades y notables de diferente procedencia, lo mismo que artistas y pensadores, atraídos todos por ese ambiente que llama a la discreción. Esa aldea fue, por el resto de su vida, su lugar favorito. Allí, a pesar de la sencillez de su vida cotidiana, y de su escepticismo respecto de la publicidad como propósito de promoción de su trabajo, solía ir a las tabernas populares, que son las mejores, o a reuniones y fiestas de amigos portadores de afortunada pasión por la vida.

En la casa quedaban vestigios de la construcción original. Un pedazo de muro, con ventana abandonada, al extremo de una antigua sala convertida en terraza, permitía que las siluetas formaran retratos vivos y cambiantes, con el mar como fondo lejano. Uno de sus talleres era un foso en la roca, al que se entraba por encima, por donde también llegaba luz celestial, “nisiótica”, a través de una vidriera, único acceso al recinto con ayuda de una escalera de quitar y poner. Nada de compañía. Sólo trapos untados de pintura, tubos a medio desocupar, pinceles, pedazos de carbón, libros abiertos, atriles, sillas y cuadros en gestación.

Al apreciar la obra de Vassilis Kypreos, con la distancia que ahora marca la muerte, se puede admirar la forma como los pintores pueden dejar plasmada en sus lienzos, en este caso con la imborrable impronta helénica, una lectura amable del entramado de culturas que se enriquecen mutuamente al expresar emociones y sentimientos accesibles a quien busque en ellos esa fuente de armonía que sirve de apoyo para vivir.

Ha caído un árbol grande. Ya no hay lugar para nidos ni sombra para guarecerse. Queda su obra, que habla por su cuenta, como “La clarividente” que pintó cuando terminaba el siglo XX. Madona delicada que sostiene el mundo con mano fuerte a la manera de bola de cristal. Ícono helénico del cambio de milenio. Tranquila e intemporal, parte de una tradición recóndita y sin fin. Cubierta de velos sutiles de colores tenues que forman un vestido decoroso. Inspiradora del intento de ver el mundo desde el balcón de los testigos, por encima de pasiones y lances pasajeros. Señora pagana, homérica, cristiana, mediterránea; todo a la vez. Quien puso la firma en ese lienzo, y en tantos otros, puede descansar en paz; mientras su fuerza y su recuerdo perduran en la memoria y el afecto de su hijo Fivos, y de quienes tuvimos la fortuna de ser sus amigos.

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Ewar(6960)28 de septiembre de 2021 - 11:07 p. m.
Muy hermosa remembranza del pintor, me encanta leer su columna.
Blanca(24138)28 de septiembre de 2021 - 01:49 p. m.
Muy interesante, no conocía a ese pintor.
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