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La mejor contribución a la paz

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Eduardo Barajas Sandoval
11 de octubre de 2022 - 05:00 a. m.
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La mejor contribución que el presidente de la República ha podido hacer a la civilización política del país y al clima de paz que debe prevalecer en todas las instancias de nuestra sociedad es el haber invitado a la oposición para discutir sobre asuntos de interés nacional. La mejor respuesta posible ha sido la de atender a ese llamado. El diálogo que se desarrolle, inusual en la accidentada historia de nuestras controversias políticas, ha de servir de parámetro para que en todas las instancias y niveles de la vida nacional nos acostumbremos a dialogar con respeto, desde las diferencias, para construir entre todos un país mejor.

La ausencia de diálogo, acompañada de arrogancia e intransigencia entre actores con el alma caliente, convencidos de ser únicos y superiores intérpretes de nuestra historia y prestidigitadores del futuro, nos ha causado suficientes males. Así lo muestra la huella de divisiones nacionales que con el paso del tiempo parecen inverosímiles e innecesarias, motivo de enfrentamientos, y hasta de guerras civiles, que se habrían podido evitar si sus actores hubieran estado de verdad a la altura de los principios que proclamaban. Cuántas vidas inútilmente sacrificadas y cuánto retraso colectivo ha tenido que soportar una nación que habría ganado mucho sin los llamados a descalificar a quienes no piensen lo mismo o propongan hacer las cosas de otra manera. Muestra de un primitivismo que hace tiempo se ha debido superar para corresponder a las credenciales democráticas de las que siempre se ha presumido.

Las propuestas de Jorge Eliécer Gaitán, arropadas en un verbo vigoroso que ha sido objeto de tantos calificativos, no era otra cosa que un ejercicio de oposición política que buscaba hacer otras cosas y de otra manera, y no cabe duda que su silenciamiento violento fue un riego ácido a la germinación de la oposición como parte del paisaje político natural en esta tierra. Entonces no solamente se perdieron ideas y proyectos, sino tiempo valioso en nuestro desarrollo democrático.

Los arreglos institucionales del Frente Nacional representaron un cambio de curso del enfrentamiento fratricida de mediados del siglo pasado. Pero, aunque todo sea más fácil de juzgar desde la distancia, ahora es claro que la forma como se concibió el reparto del poder dejó por fuera la oportunidad de aclimatar la existencia de disidencias representadas en una oposición fiel a los grandes propósitos nacionales. Solamente la voz de Alfonso López Michelsen se levantó contra ese sentimiento de clausura, mientras otros disidentes, al encontrar las puertas cerradas, optaron una vez más por el camino de la oposición armada.

Al remanente “espíritu del Frente Nacional”, reducido por muchos al reparto “milimétrico” de la burocracia, y por ende del presupuesto, bajo el argumento de la reconciliación entre antiguos opositores, le quedó faltando como elemento de progreso el aceptar una oposición que representara auténtica alternativa de manejo de las cosas públicas. Se impuso en cambio la idea de jamás quedar por fuera del gobierno, y de darle a cualquier cosa el nombre pomposo de “acuerdo programático”; sin que casi nadie tuviera la osadía de lanzarse al “desierto de la oposición”; sin el conducto alimentador de la nómina del estado.

Cuando el presidente Virgilio Barco Vargas irrumpió con su propuesta del esquema “gobierno - oposición”, no estaba haciendo otra cosa que invitar abiertamente al país para que, en lugar de esperar la continuidad de unos “acuerdos” acomodaticios como expresión de una unanimidad parecida a la de dictaduras que obtienen el 90% de los votos en elecciones amañadas, a alguien se le ocurriera pensar y proponer algo distinto. Vigilar la acción oficial desde otro punto de vista y ofrecer nuevas alternativas en el ejercicio que al Estado le corresponde en el manejo de la economía, el desarrollo social, los servicios y toda una gama de responsabilidades que no pueden tener una sola forma de ser manejados. A pesar del estremecimiento que semejante propuesta representó entonces para quienes estaban acostumbrados a la tibieza del acomodamiento permanente al gobierno que fuera, se introdujo un elemento de aceleración democrática cuyos efectos apenas se vienen a notar en nuestros días.

Una de las grandes conquistas democráticas e institucionales de la Constitución de 1991 vino a ser la dedicación de un capítulo especial al estatuto de la oposición, en uno de cuyos apartes se ordenó que una ley estatutaria debía reglamentar íntegramente la materia. Prescripción constitucional valiosa, progresista, útil, pacificadora, civilizadora desde el punto de vista político, que como tantos otros preceptos de la Constitución, pasó casi tres décadas simplemente escrita en el texto constitucional, sin que la ley correspondiente le viniera a dar vida efectiva. Muestra fehaciente de la ausencia de una cultura de oposición, y además de la voluntad y la capacidad políticas para introducir plenamente el concepto de oposición dentro del juego ordinario de la vida del país, como debe ser.

No se puede ocultar el hecho de que el estatuto de la oposición vino a ver la luz como consecuencia, y a partir de las exigencias propias del proceso de paz cuyo contenido fue inserto, a las carreras y por procedimientos extraordinarios, en el conjunto de nuestra institucionalidad. De ahí que en su contenido lleve las huellas de esa procedencia, cuando en realidad ha debido existir desde hace más de treinta años y ha debido, desde entonces, servir de base a un debate político que hubiese encontrado en el discurso y el ejercicio de la oposición política un elemento enriquecedor de nuestra democracia.

Como las instituciones adquieren en la realidad un tono determinado e implican un modo de operación que les da una u otra forma al sacarlas del papel y convertirlas en realidad, nada mejor que el inicio de una práctica, que ojalá sea sostenida, de la formulación de propuestas alternativas a las de cada gobierno y además de encuentros regulares entre el gobierno que sea y la oposición que sea, dentro del ámbito de nuestras reglas de funcionamiento institucional.

Cómo habría sido de valioso el establecimiento, desde hace tiempo, de esa costumbre, que siempre insistimos en solicitar cuando el cuadro político era diferente, de hablar regular y amigablemente con la oposición y de haberle dado al país el ejemplo de un diálogo respetuoso, reproducible en las instancias regionales, departamentales, provinciales y locales. Diálogo que se debe realizar como Jorge Humberto Botero lo ha descrito de manera impecable: “Adversarios, no enemigos”.

Los gobernantes de una democracia saben que no son los dueños del poder. Por lo general desean acertar, siempre dentro de sus fueros. Para ello necesitan de la ayuda de opiniones contrarias a las suyas, que con frecuencia les sirven más que las de quienes no se atreven a contradecirles. Para todo eso sirve la oposición. Axiomatikí Antipolítefsi, la llaman los griegos. Oposición oficial y al tiempo leal con las instituciones, que son las que unen a los interesados en el bien común. Ni el Gobierno ni la oposición se deben ejercer con ánimo revanchista ni destructivo. Los pueblos advierten y condenan esas desviaciones. En cambio, aprecian el planteamiento abierto de puntos de vista diferentes con el ánimo de construir. Así será posible hacer compatibles el progreso y la justicia social.

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