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La neutralidad como reliquia

Eduardo Barajas Sandoval

10 de mayo de 2022 - 12:01 a. m.

La polarización de la guerra fría dio lugar al retorno de la figura legendaria de la neutralidad, que permitió a diferentes pueblos escapar de obligaciones de guerra que les resultaban inconvenientes. Además de los dolores y costos de toda índole que implicaba la perspectiva de una confrontación armada, la condición neutral les salvaguardaba de formar parte de alguno de esos rebaños que las potencias acostumbran a reunir para defenderse y adornarse con un séquito de seguidores, forzados o voluntarios.

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Cuando, bajo el formato más reaccionario de reeditar imperios caducos, un presidente aislado en el Kremlin, con sus ínfulas de César, Zar, y su condición de “estatista”, sí, con t, “estatista”, convencido de encarnar todo el poder del estado, resolvió atacar a Ucrania, produjo estremecimientos que despertaron a ciertos países del letargo de su neutralidad. Ese es uno de los efectos del asalto sin contemplaciones a ciudades inermes, para castigar a la población civil con el bombardeo de edificios de apartamentos, teatros, escuelas, hospitales y fábricas, por los actos, omisiones, o intenciones verdaderas o imaginarias de sus gobernantes. Sin tener en cuenta que, en el caso de Ucrania, esos gobernantes fueron elegidos con auténtico apoyo popular y no sostenidos mediante artificios de dudosa calidad democrática, como en la misma Rusia, donde una sola persona controla el poder, sin oposición, desde hace dos décadas.

Aunque estén lejos los resultados finales de la aventura rusa de tratar de cambiar por la fuerza el mapa de Europa, como lo intentara en su momento el último dictador alemán, ya se conocen resultados parciales. Primero está el menosprecio por la propia diplomacia rusa, otrora formidable y ahora incapaz de convertir en realidad las aspiraciones nacionales en el orden europeo desde el principio del nuevo siglo, arrollada por la alternativa militar y obligada a defender las interpretaciones del jefe supremo sobre la historia y la geografía, así como sus métodos de acción destructiva, ya patentados en Chechenia y en Siria.

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El listado provisional de consecuencias incluye también el aislamiento del país, el derrumbe de su imagen en amplios sectores de la ciudadanía mundial, particularmente en aquellos sensibles al respeto de los derechos humanos, las sanciones económicas a instituciones y personas significativas, la ruptura de la integración energética entre Rusia y Europa, un nuevo proceso de rearme y protagonismo militar de Alemania, el fortalecimiento súbito de la Unión Europea, el refuerzo de la unidad de la OTAN, y el eventual abandono de la neutralidad de Suecia y Finlandia, que ante la amenaza expresa de la que han sido objeto manifestaron ya su voluntad de afiliarse a la Alianza Atlántica, en busca de la protección militar que ese colectivo les puede proveer. Con lo cual ya han abandonado su neutralidad desde el punto de vista político.

A lo largo del siglo XX, con particulares efectos en las décadas de la guerra fría, Suecia y Finlandia estuvieron, junto con Austria, entre los países europeos que mantuvieron una neutralidad que los salvó de las vicisitudes de la militancia en uno u otro campo, por fuera de las disputas propias de la tensa obra de teatro estratégico que protagonizaban los Estados Unidos y la Unión Soviética. A esos tres países se sumaban Suiza, patio convenido para guardar tesoros, y Malta, San Marino y Liechtenstein, que por su tamaño no jugaban papel relevante. El Vaticano siguió siendo neutral, a la cabeza de un poder aparte, comprometido con una causa de índole diferente y propia.

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Si hubiese sido posible una neutralidad más extendida, y si esa condición hubiera tenido más adeptos y militantes, el mundo habría sido, y sería en adelante, no solo un lugar más seguro sino más vivible. Sin embargo, parece ser de los karmas de la especie humana la irrupción de personajes autodidactas, convencidos de ser intérpretes infalibles de la historia, distoriadores con veleidades mesiánicas, que no se sonrojan al mentirle a su pueblo con explicaciones fantasiosas sobre sus decisiones, le privan de libertades elementales y sacrifican a voluntad jóvenes soldados, con tal de cumplir el objetivo de hacer prevalecer su propia idea del mundo, al costo que fuere, en busca de una gloria efímera que, cuando más, queda registrada en su epitafio.

Adentrados en los caminos de la neutralidad, se advierten de ella diversas versiones, más o menos cercanas a un ideal que se mantiene como bandera mientras coexiste con afinidades políticas y culturales entre países, sobre el común denominador de la voluntad de paz y la ausencia de compromisos y gestos beligerantes. Aunque sus códigos se pueden desteñir en cualquier momento, pues el mismo pragmatismo de no meterse en un bando puede conducir a tomar partido. Así sucede ante admoniciones con tono imperial, o maniobras de guerra cerca de las fronteras. Tal como pasa ahora con Finlandia y Suecia, que, en el contexto estratégico fundamental del Mar Báltico, y a pesar de que supieron mantenerse en condición de neutralidad a lo largo de la Guerra Fría, han expresado su interés en ingresar a la Alianza Atlántica empujadas por la embestida rusa en contra de Ucrania.

No ha faltado quien, con la mejor intención, y tomando como referente el caso de Finlandia, haya reclamado la neutralidad ucraniana como medio para resolver el conflicto desatado desde finales de febrero. La misma Rusia, en alguno de los altibajos del proceso actual mencionó esa opción, pero eso sí bajo sus condiciones y a su manera. Ante lo cual es preciso advertir que la neutralidad debe ser a la vez auténtica y democrática. De manera que una neutralidad impuesta por la fuerza pierde esas condiciones esenciales y se convierte en típico sometimiento imperial, que es otra cosa. Además, se sabe que todo compromiso impuesto por la fuerza lleva las semillas de su propia destrucción.

Si se cumple la voluntad expresa de los miembros de la OTAN de recibir a Suecia y Finlandia, Rusia se encontraría ante una Alianza Atlántica aún más expandida que la que tanto le preocupaba al principio de 2022. El país neutral del otro lado de la frontera ruso - finlandesa, de 1342 kilómetros, sería ahora parte de la OTAN, ahí cerca de San Petersburgo. De manera que uno de los “logros” de toda esta aventura vendría a ser la ampliación de “espacios adversos” para Rusia, que hasta ahora habían estado fuera de esa expansión occidental que tanta asfixia produjo al presidente ruso, y que no pudo controlar con su diplomacia.

Como consecuencia de las actuaciones impulsadas en las últimas semanas desde el Kremlin de Moscú, la neutralidad de media Escandinavia, con áreas clave del Mar Báltico fundamentales para los intereses estratégicos de Rusia, quedaría convertida en reliquia de otros tiempos. Con el ítem adicional de que cualquier intento de revertir ese proceso les quedaría a los rusos mucho más grande de lo que les ha quedado hasta ahora su aventura en Ucrania.

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Entretanto, a las plazas de Suiza han salido miles de personas, de nuevas generaciones, a pedir que alguien detenga la acción violenta de los rusos, y a preguntar cómo puede un país europeo permanecer neutral cuando una guerra hace estragos en Europa. Palabras mayores, que tocan desde una perspectiva contemporánea la “neutralidad eterna” atribuida a Suiza en el Congreso de Viena de 1815. Privilegio respetado por todos, y aprovechado inclusive por depredadores que guardaron allí el botín de sus fechorías. Así van los nuevos tiempos.

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