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La recurrencia del ánimo imperial

Eduardo Barajas Sandoval

18 de octubre de 2022 - 12:01 a. m.

Que a nadie sorprenda que la presencia del espíritu imperial no haya desaparecido. El mapa político del mundo contradice avances logrados en cuanto a la autonomía de los pueblos y la vigencia de un orden internacional que la consolide. En países con las mejores calificaciones democráticas afloran rezagos de ilusiones y manifestaciones de carácter imperial. El desmonte de la expansión europea de hace cinco siglos no ha terminado. Como si fuera parte de su definición, y de su destino, hay naciones portadoras de ánimo imperial, y faltan por completar procesos de cabal independencia.

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Cuando el presidente ruso envió tropas a Kazajistán en enero de 2022, con el argumento de que no aceptaría desórdenes en el vecindario, ejercía el poder disciplinario del que se cree investido en virtud de tradición que se remonta a la época zarista, de la que pueden dar fe numerosos pueblos. Su ataque a Ucrania, con el argumento de que ha sido y debe ser parte de Rusia, reeditó acciones imperiales de las tropas rusas cuando asfixiaron movimientos de libertad en Hungría, en 1956, y en Checoslovaquia, en 1968; eventos recordados por antiguos países del Pacto de Varsovia que corrieron a vincularse a la OTAN tan pronto como salieron de la forzada afiliación a la órbita soviética. También recordó recientes intervenciones rusas en Georgia, Azerbaiyán, Siria, Libia, Sudán, Malí, Madagascar y la República Centroafricana, la presencia a lo largo de décadas en Cuba y nuevas intrusiones en otros países de América, que reniegan del imperio de los Estados Unidos y lo culpan de sus males, pero no parecen tener reparo en admitir gustosos la influencia de otros.

El presidente turco, que hacía desfilar en Estambul bandas militares con estruendo guerrero del Imperio Otomano, juega como rueda suelta y ejerce como jefe de una potencia que ya no es, aunque le asiste el derecho de sacar provecho de la estratégica zona que su país domina, como lo hicieron sus antepasados al reemplazar al Imperio Bizantino. Para eso se reúne con el ruso, con los de la OTAN y con todo el que pueda resultar relevante dentro del propósito de coronar a Turquía como campeona de la puesta en orden de esa alrevesada parte del mundo. Allí donde los persas llevan siglos buscando ejercer influencia en los límites con Europa, ahora con su presencia en el Líbano y Siria, mientras el resto del mundo ve con admiración e interrogantes abiertos el propósito global de la nueva ruta china de la seda.

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Hay quienes afirman que, ante la agresión rusa en Europa Oriental, renace la lógica de los imperios prusiano y austrohúngaro. Un ex primer ministro británico abogaba hace poco por un “nuevo Imperio Romano” que incluyera el norte de Africa. Los franceses buscan la forma de hallar nuevas definiciones en las relaciones con sus ex colonias africanas, continente en el cual se nota la ambición rusa de convertirse en campeona del sur global en sus reclamos contra el norte, en velada competencia con China. Norte representado por los Estados Unidos, obligados a recorrer ahora la América Latina con tono menos altivo, y confrontados a abandonar una de sus típicas causas imperiales, costosas, equivocadas y fallidas, como la de la “guerra contra las drogas”, en la que, como suele suceder, han dejado a su gente sacar el mayor provecho, pero han puesto menos muertos que nadie.

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De lo profundo del mundo occidental, calificador o descalificador de los demás, según su modelo económico y su sistema político se acerque o aleje de los estándares de la democracia liberal y el estado de derecho que él mismo ha definido, provienen también retoños imperiales. Si los campeones del modelo político occidental cumplieran con todos, todos, los requisitos que exigen de otros, vaya y venga. Pero resulta que ellos mismos se han atribuido la potestad de establecer, justificar y defender excepciones, siendo la primera de ellas la de la supervivencia de monarquías, que por más justificación que tengan en tradiciones respetables, se alejan estrictamente del cumplimiento de los estándares de una democracia con el elemento fundamental de la soberanía popular.

La desaparición de la Reina Británica, figura emblemática de siete décadas cruciales de su país en la historia contemporánea, y ejemplo admirable de ese equilibrio casi imposible de mantener en medio de la agitación de un mundo convulsionado, ha dejado al descubierto un fenómeno que involucra factores políticos de profundidad. Se trata del hecho de que el monarca británico es el soberano, y jefe del estado, no solamente del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, sino de catorce países adicionales, dentro de los cuales figuran algunos tan significativos como Australia y Canadá, que por lo demás, mediante procedimientos internos de cuya limpieza democrática no cabe duda, toman sus decisiones, escogen a sus propios gobernantes en todos los niveles de la vida política, y orientan como les parece su política exterior.

En 1999, los australianos fueron consultados en referéndum respecto de una enmienda constitucional que convertiría al país en república con un presidente elegido por el parlamento, Pero la propuesta fue derrotada debido a diferencias sobre el método de selección y a los poderes que corresponderían al presidente, a pesar de que las encuestas favorecían a la república. Ahora, cuando se discute una reforma sobre la presencia de “una voz” de los pueblos indígenas en el parlamento, no ha faltado quien proponga otra vez la consulta sobre el paso a un estado republicano. Las respuestas de las encuestas han sido ampliamente desfavorables a esa idea, con el argumento, muy australiano, y también británico, de que: “si el asunto no está mal, no hay razón para arreglarlo”.

Canadá, por su parte, es el único país del G7 que tiene como jefe del estado a un extranjero, y su situación es más compleja por la presencia de una tradición francesa que mantiene la ilusión de una posible independencia y ve demasiado lejana y ajena la presencia de la corona británica en la jefatura del estado. Curiosamente, y a pesar de que la mayoría de los canadienses no desean que los represente como jefe del estado un monarca extranjero, prefieren evitar abrir la caja de Pandora de implica una reforma constitucional. Lo mismo que en Australia, allí hay un gobernador general que simplemente sirve de adorno. Otra vez, si no hace daño, para qué cambiar por ahora, mientras hay tantas otras cosas de las cuales ocuparse.

Subsiste también la idea de la “Comunidad Británica de Naciones” hábilmente concebida, precisamente a partir de la experiencia imperial, que lleva la magia de una especie de hermandad con miembros desiguales pero al tiempo representativos de diversas culturas, todas vinculadas con la británica. Comunidad frente a la cual la corona, de manera inteligente y hábil, muestra respeto y flexibilidad ejemplares ante lo que sea o llegue a ser la voluntad de los habitantes de los países que la conforman, para seguir siendo parte de ella y contar o no con el símbolo del monarca británico como jefe del estado.

Así se vive hoy entonces la experiencia de un mundo en el que los ideales de la democracia representativa y el estado de derecho se presentan como paradigma y elementos de juicio sobre las calidades democráticas de los estados, sin que, a la hora de la verdad, sea fácil encontrar alguno que reúna todas las condiciones ideales y no tenga, bajo cualquier condición, remanentes de ejercicio, ambiciones o condición pasiva respecto de la permanente recurrencia de actitudes propias de poder imperial. Es el proceso de la historia, que lleva a cuestas muchas cuentas por ajustar, muchos problemas por superar y muchos ideales por conseguir. Que cada quién haga sus cuentas a la hora de pensar en el futuro y en la acción y contribución política que pueda hacer a una democracia más profunda y verdadera y a una institucionalidad internacional más depurada, respetuosa de los ideales más amplios de los derechos y libertades de la especie humana.

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