Después de todo, en lugar de fortalecer el poder y la respetabilidad de los Estados Unidos, la idea trumpista de “America First” contribuyó más bien a la devaluación del peso de su país en el mundo contemporáneo.
Pocos presidentes de los Estados Unidos han tenido en materia internacional la experiencia y la trayectoria de contacto con líderes de todas las regiones del mundo, como Joseph Biden. Esto significa una ventaja para la tarea que se propone de rehacer lazos con amigos tradicionales y señalar rutas adecuadas para la acción exterior de su gobierno frente a oponentes antiguos y nuevos, después del desorden de una administración que se la pasó dando tumbos y diciendo cosas aquí y allí, al son de la inspiración ardiente pero banal de su antecesor en la Casa Blanca.
Como corresponde a un veterano, que sabe lo que importa un buen servicio exterior, lo que cuesta darle forma como propósito nacional, y el precio que hay que pagar por menospreciarlo, el nuevo presidente se fue al Departamento de Estado a hacer públicas sus primeras manifestaciones sobre la política exterior de su mandato. Con ese gesto de recuperación del reconocimiento al criterio de los profesionales de las relaciones internacionales, a la experiencia de ese Departamento, y a su capacidad de acción, se cierra un paréntesis en el que la diplomacia profesional tuvo que ceder el paso a la improvisada.
La anterior no solo es una buena noticia para los Estados Unidos sino para el trámite de discusiones que necesitan, quiérase o no, del concurso de ese país, cuyo aislamiento no deja de producir un cierto vacío, como lo produciría el de la Unión Europea, China, Rusia, el Japón, Francia o el Reino Unido.
De ahora en adelante queda a prueba, en distintos escenarios y temáticas, el pregón de “América está de vuelta”, lema del nuevo presidente para dar a entender, aparentemente, que hará todo lo posible para retornar al curso de los acontecimientos bajo el enfoque que él conoce y que ayudó a inspirar durante los ocho años de la administración de Barack Obama. Como entre las proclamas y los hechos no solamente debe mediar un tiempo sino una buena cantidad de obstáculos e incidentes imprevistos, está por verse hasta dónde el nuevo jefe del gobierno federal de los Estados Unidos podrá dar contenido a las ilusiones de su discurso y obtener los resultados que espera.
Las especulaciones sobre el contenido real y los efectos de la política exterior bajo el gobierno Biden presentan un amplio panorama. Hay quienes rechazan por definición sus “ilusiones imperiales”, pues les asalta la manía de rechazar todo aquello que provenga de Washington como sinónimo de interés opresivo, sin campo para intereses que no sean los del dominio de cuanto escenario exista. También hay quienes insisten en que ese retorno jamás se podrá dar en los términos de otras épocas, pues el mundo ha cambiado lo suficiente como para que exista un solo país depositario de tanto poder al mismo tiempo. No faltan quienes mantienen viva la esperanza de que los Estados Unidos intervengan en la solución de problemas puntuales, mediante recursos equivalentes a la vieja diplomacia de las cañoneras. También existen adoradores esperanzados en que el apoyo de los Estados Unidos les ayude a ultranza en sus propias aventuras internas o exteriores, para seguir adelante con sus proyectos políticos bajo una sombrilla amplia y blindada.
Por ahora, la nueva marca de “América” parece ser la del retorno al multilateralismo. Esto quiere decir que los socios de alianzas estratégicas como la OTAN y sus similares reciben otra vez el aliento de un “accionista” poderoso, en lugar del regaño trumpista por no poner tanta plata como deberían en los presupuestos respectivos. También significa que revive el compromiso de los Estados Unidos con causas abandonadas súbitamente, y en pésimo momento, como los acuerdos sobre cambio climático y la lucha contra la pandemia y otras cuántas amenazas a la salud de la humanidad, que no reconocen fronteras.
Capítulo aparte merecen problemas puntuales y espinosos, como el de la guerra de Yemen y la creciente agitación en torno al armamentismo nuclear de los iraníes. Además, surgen obligaciones de acción frente a la rivalidad multifacética de China y la competencia sin cesar de Rusia, que no abandonará su tradición de potencia con experiencia global relativamente reciente. Asuntos todos que han sido tenidos en cuenta en el discurso de Biden, con la introducción de cambios en el caso de Yemen y la advertencia de se ocupará de recuperar el rumbo en los otros, sin temor a confrontar a los chinos e impedir la interferencia política rusa en los asuntos de los Estados Unidos, todo dentro del marco de la idea de que su país “está acostumbrado a hacer grandes cosas y está listo a liderar de nuevo”.
Del dicho al hecho, en todo caso, para la ejecución de una nueva política surge un problema inevitable de readaptación, pues el mundo siguió su curso, sin esperar ni mucho menos la opinión, el guiño o la venia de los Estados Unidos. Como suele suceder en la carrera de la historia: el que se equivoque pensando que lo van a esperar, porque se cree indispensable, se queda atrás; y cuando trate de retornar al punto de antes jamás podrá hacerlo en los mismos términos. Lo cual no quiere decir que una superpotencia que no se ha disuelto internamente deje de ser importante. Pero, como ya se sabe que nadie se quedó a esperar para siempre la opinión o el permiso de ningún imperio para seguir adelante con su propio proyecto, Joe Biden tendrá que trabajar duro frente a otros gobiernos y además remontar el ochenta y tres por ciento de desconfianza en la capacidad de manejo de asuntos mundiales que le deja Trump como herencia en la opinión pública, combinada, de Alemania, Australia, Bélgica, Canadá, Dinamarca, España, Francia, Holanda, Italia, el Reino Unido y Suecia. Para no hablar del resto del mundo.
Como no hay política exterior que se pueda desligar de los acontecimientos internos, del criterio de cada gobierno para manejarlos, de la solidez del sistema político, la estabilidad institucional y la coherencia interna en torno a valores y principios que ayudan a sustentar respeto y reconocimiento internacionales, en el caso de los Estados Unidos, aparece toda una serie de factores que juegan un papel importante y pueden afectar su credibilidad ante el resto del mundo. Allí vuelven a aparecer los fantasmas, luces y sombras de la administración de Trump, y la conducta de los políticos republicanos obstinados en defenderlo, con todas sus arandelas, para configurar un cuadro que no da por ahora la mejor idea de la salud de la democracia estadounidense. Ningún ejemplo más significativo que el hecho de que, por ahora, el asalto al Congreso haya quedado en la impunidad.
Después de la bruma de cuatro años en los que cualquier cosa podía salir de esa nube de desconocimiento y desconcierto en la que se veían desde fuera envueltos los Estados Unidos bajo el liderazgo errático de Trump, el panorama comienza a despejarse con la dirección de un presidente experimentado, que trae unas cuántas ilusiones. Otra cosa serán los resultados.