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Líbano: despertar de valor ciudadano

Eduardo Barajas Sandoval
24 de mayo de 2022 - 05:01 a. m.

No hay forma única, universal ni infalible de democracia. La denominación permanece abierta para que cada quién ejerza la opción de encontrar una fórmula para ponerla como ideal de su organización política, a prueba de su experiencia social. De ahí que existan de la democracia tantas versiones, inclusive algunas que usan el nombre pero no llevan el contenido. Y también experimentos se queden cortos y colapsan. Cada país tiene derecho a buscar su camino.

Aunque parezca herético, también es posible que algunas sociedades se sientan a gusto bajo modelos que poco tienen que ver con los ideales democráticos y no pretenden emular con los adalides de sus mayores avances. En algunas partes sobreviven desde hace siglos tradiciones tribales, conviven y de pronto se enfrentan credos religiosos, se viven experiencias productivas y comerciales que pueden sonar primitivas, y se tienen modalidades de gobierno que lucen anacrónicas. Pero ahí siguen muchos pueblos apegados a eso, que es lo propio. Y cuando alguien intenta, desde dentro o desde fuera, a golpes, o de manera súbita, cambiarlo todo para ir hacia terrenos desconocidos, fracasa.

Así, el mundo está copado de amplia diversidad de modelos de estado y de gobierno que, con virtudes y defectos, aparentemente buscan que la gente se sienta más o menos a gusto. Sin esperar necesariamente que estén satisfechos con sus gobernantes, que sería una rareza. Variedad y complejidad que admiten “mestizajes” que toman elementos de procedencia distinta para hacer su propio intento de organización institucional, y ante las cuales el respeto por el modelo de cada quién es base de la convivencia internacional.

Ningún escenario, ni secuencia de hechos, presenta mayor dramatismo en cuanto a la búsqueda de un modelo político adecuado a tradiciones ancestrales y al tiempo proclive a los ideales de la democracia occidental, que la región del Oriente Medio después de las dos guerras mundiales del Siglo XX. Justo allí se ha podido apreciar cómo las instituciones deben corresponder al talante y a las aspiraciones de cada pueblo, y cómo no existen modelos de aceptación universal. Pero, sobre todo, se ha hecho patente el fracaso de quienes han tratado de imponer a otros esquemas que no pertenecen a su tradición y no están dispuestos a adoptar, practicar ni respetar.

Nuevos intérpretes de la realidad internacional, como el profesor Mauricio Jaramillo, plantean la idea de que, más allá de las apariencias, el sistema político del Líbano, en su esencia, podría ser paradigma adecuado para países en donde concurren etnias, religiones, tradiciones y aspiraciones regionales que parecerían no hallar camino para la convivencia bajo instituciones que signifiquen el triunfo definitivo de uno de sus componentes. Triunfo que resulta imposible, o sencillamente opresivo para algunos sectores, en esas complejas sociedades que comparten un territorio del que nadie se quiere ir, ni tendría razón para hacerlo, pues siente que le pertenece desde hace siglos.

En el mundo árabe y el Medio Oriente, sobre todo en países predominantemente islámicos, donde se cruzan realidades de tradiciones y aspiraciones muy antiguas y que marchan en distintas direcciones, se ha demostrado que la intromisión y aún más las exigencias planteadas desde la óptica de los intereses occidentales sólo conducen a la catástrofe. Evidencia incontrovertible de la inutilidad de insistir en la idea de imponer a otros, contra su voluntad, contra sus tradiciones, contra sus capacidades, un modelo que no les corresponde, máxime cuando al mismo tiempo se echa por la borda toda una tradición que desde hace siglos forma parte del ADN político de una u otra sociedad.

Egipto, Libia, Irak e Irán, para mencionar solo unos casos, no se pudieron organizar a la manera europea o americana y han retornado a su modelo, un poco arcaico e impreciso a los ojos de otros, pero entrelazado con una trayectoria histórica de características culturales propias, y con una especie de eficiencia, a su manera, que les ha permitido sobrevivir por milenios.

Tal vez en ese contexto se podría considerar la eventual condición ejemplar de un sistema como el libanés, que asigna espacios institucionales de poder a las principales fuerzas políticas y religiosas presentes en el país. Concepto de convergencia y reparto del poder que solamente puede ser válido si existe un catálogo de derechos, deberes y libertades, sin que nadie esté por encima de la ley, siempre y cuando haya una verdadera separación de poderes, existan entre ellos controles y contrapesos, la representación de la voluntad popular sea auténtica, y existan opciones abiertas para escuchar y proteger a las minorías. Pero además, y sobre todo, que no exista interferencia extranjera.

Desafortunadamente, la consideración del ejemplo libanés no puede pasar por ahora de una condición hipotética, pues el modelo permanece en suspenso básicamente por la combinación del enquistamiento de la clase política en el poder y la presencia determinante de una fuerza extranjera, de naturaleza político-religiosa y militar, Hezbollah, “El Partido de Dios”, que avanzó hasta dominar el escenario bajo la financiación, el control y la orientación de Irán.

La alianza chiita entre Hezbollah y Amal, con el beneplácito de la corriente cristiana del presidente Aoun, mantiene en la práctica el monopolio de las armas, contra resoluciones expresas de Naciones Unidas; con lo cual, por la vía armada, se impone un control efectivo del conjunto de la sociedad y se han obtenido avances en la representación parlamentaria que bloquean la autenticidad libanesa del proceso político. Por encima de eso, no parecen ser los intereses libaneses sino los iraníes los que dominan la acción internacional del estado.

La situación económica del país se ha degradado al punto que la inmensa mayoría de los ciudadanos se encuentra ahora por debajo de los índices de pobreza, sin que Hezbollah acepte negociaciones con poderes occidentales para buscar una salida. Se han bloqueado las investigaciones sobre la inaudita explosión de químicos en el puerto de Beirut, cuya ocurrencia se relacionaría con la desidia oficial. Y, lo que resulta preocupante desde el punto de vista de la paz internacional, se ha adoptado una línea de no aceptación de algún tipo de diálogo con Israel para efectos de la posible explotación de recursos de petróleo y gas en áreas marítimas, mientras se anuncia la eventualidad de una confrontación militar para solucionar ese asunto.

Han sido todos esos hechos y señales los que despertaron la furia popular, que se manifestó, sin fronteras de partidos ni religiones, en los últimos tres años, en contra de la ineptitud gubernamental y la intervención extranjera. También fueron aliciente para que, en las elecciones parlamentarias del 15 de mayo, a pesar de una participación no tan nutrida como hubiera sido deseable, Hezbollah perdiera la mayoría de la que disfrutaba. Derrota de valor simbólico de la que eventualmente se puede recuperar mediante nuevas alianzas que de pronto alguien pueda estar dispuesto, por el medio que sea, a aceptar.

Si bien el resultado electoral de estas últimas elecciones libanesas no representa un veredicto contundente en favor ni en contra de nadie, tiene el indudable significado del valor del ejercicio de la voluntad ciudadana, que en medio de los argumentos de la acción política a mano armada, o ejercida con ánimo revanchista, puede ganar terreno dentro de un proceso que siempre será complicado y más lento de lo que muchos quisieran, pero que va marcando de pronto el paso, al ritmo de la voluntad popular de los libaneses que no se consideren agentes de otros, sino de la gestión de su propio destino.

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